viernes, 10 de octubre de 2014

Capítulo 8.


La noche del miércoles me sentía agotada y, obviando esta rareza, con ganas de dormir. Era extraño, porque hacía bastante decidí que odiaba dormir. Esta decisión no se debió a que no me gustara estar descansada y, mucho menos, a que me gustaran las ojeras, ya que me hacían parecer débil, y si hay algo que odie más que dormir es no saber usar con propiedad mi fuerza. Era todo culpa de las pesadillas o, mejor dicho, de los sueños desviados. Yo los llamaba así porque empiezan radiantes, pero acaban aterrorizándote hasta los huesos. Las pesadillas eran anormales y crueles. Me sentía impotente cada noche, despertándome ocho veces, por no querer saber más. Eran interminables y siempre estaban rondando por el más mínimo hueco de tu mente. Aunque yo tenía la culpa. Siempre he pensado que esos sueños involuntarios los controlamos, en cierta parte, nosotros mismos, aunque pocos son capaces y lo suficientemente valientes como para agarrar con fuerza las riendas de tus propios y peores miedos, aquellos miedos que desconoces. Estaba segura de que Will podía enfrentarse a sus miedos, igual que se enfrenta a personas en nuestra realidad.
Me dirigí al cuarto de baño compartido de las chicas para lavarme los dientes. Aquello me parecía repugnante, tanto por la falta de higiene como por el hecho de tener la boca abierta de Inga, que siempre se ponía en el lavabo de al lado, a menos de un metro de mí. Suponía que esa era una de sus múltiples y diversas estrategias que le servían para molestar a la gente que no era de su agrado. Conmigo, por el contrario, no funcionaba. Se sentía bien saber que era más educada que ella, aunque no por eso más bonita. De todas formas, no se daba el caso de que Inga fuera una belleza fuera de lo común en el orfanato. El problema, si es que aquello era un problema, era que yo nunca había mirado mi reflejo y había pensado que tenía algún rasgo bonito. Siendo sinceros, no me importaba en exceso.
La belleza es muy relativa y personal. «¿Podemos todos creer al canon de belleza que nos han ido enseñando desde pequeños? ¿Con qué somos capaces de comparar a una persona para atrevernos a opinar acerca de si su belleza es apta o pésima?», reflexionaba delante del espejo. Estaba allí, mirándome  el contorno de los labios, porque no me quedaba nada que no fueran preguntas sin respuesta. Siempre estaba cuestionándome preguntas extrañas, como si cada persona vivía en una realidad diferente o si existía el amor verdadero del que todo el mundo hablaba. Pensaba mucho en ello y las esperanzas por encontrar respuestas cada día eran menores, pero era demasiado joven. No podía permitirme perder más tiempo, si es que el tiempo valía para algo.
Cuando terminé de lavarme los dientes, me dispuse a salir del cuarto de baño. Fue un intento fallido, ya que Inga estiró la pierna hacia atrás, haciéndome tropezar. Caí al suelo apoyando mis manos en él, lo cual permitió que no me diera un buen golpe en la cabeza. Gruñí tumbada y me levanté con fuerza, sacudiéndome la ropa.
—¿¡Qué problema tienes conmigo!? —exclamé.
Inga se giró hacia mí, quedándonos cara a cara (la mía roja y la suya aparentemente tranquila). Beate me cogió del brazo, intentando hacerme andar.
—Julia, no merece la pena… —susurró Beate en un tono que todas las chicas pudimos oír.
Comencé a caminar en dirección a la puerta, acompañada de Beate.
—¿Qué pasa, Johnson? —preguntó Inga—. ¿Tú padre no te enseñó a defenderte tú solita?
Me giré y caminé hasta llegar a ella.
—No vuelvas a mencionar a mi padre nunca más.
—Es verdad —dijo Inga—. Perdona, no está bien meterse con los muertos.
Apreté la mandíbula. No dudé en propinarle un puñetazo en toda la cara. Me temblaban las piernas por la adrenalina que eso supuso. Sentía la necesidad de volverle a pegar cuando Beate me cogió de la cintura, arrastrándome hacia atrás. Inga levantó la barbilla y dejó ver el riachuelo de sangre que caía desde su labio. La sangre no hizo que me arrepintiera del golpe que le había dado. Inga no lloraba y se mantenía firme. Oía a varias personas preguntarle que cómo estaba, pero las oía muy lejanas, como si fueran el eco que se creaba al gritar en el bosque.
Salí del cuarto de baño corriendo, escapando de todos y llorando al recordar a mi padre. Sentía que los recuerdos me agarraban del cuello y me ahogaban poco a poco, llenándome los pulmones de dolor y los ojos de agua. Por suerte, no había nadie en recepción, así que pude salir del orfanato por la propia entrada. Seguí corriendo y llorando. No quería parar. Salté la verja más rápido de lo que podría haberlo hecho nunca. Comencé a subir la montaña apartando ramas y saltando piedras. De vez en cuando, no podía evitar elevar el tono de mis llantos. Me dolía el pecho y solo quería encontrarme con mi padre para que me abrazara muy fuerte, igual que cuando lo hizo el día que mi madre murió. Mi alrededor estaba borroso. No conseguía ver nada que no fuera la marea de mis ojos, que subía progresivamente. Comenzaban a venir flash-backs a mi mente sin intención de parar. Veía a mi padre pescando en la orilla del mar, cómo me daba un beso en la frente por las noches y cuando jugaba conmigo a las muñecas cuando yo tenía cuatro años; le veía columpiándome al anochecer, bailando conmigo estando mis pies encima de los suyos y limpiándome las lágrimas cuando me caí en el barro; levantándome hasta llevarme bien arriba porque yo quería tocar el cielo, cantando conmigo nuestro rock and roll favorito y dándome respuestas para mis preguntas inquietas. No se trataba de querer, sino de necesitar que volviera. Todo el dolor solo servía para odiarme y, lo peor de todo, es que no tenía sentido. Me convertí en un ser exageradamente pesimista. Si no me quedaba nada, ¿por qué seguía aquí? Toda mi mente era un desierto donde la arena son preguntas y el agua respuestas. Los recuerdos cada vez ahogaban más y sentía que me faltaba el aire. El corazón bombeaba mi sangre con una rapidez bestial e infinita. Por primera vez el término “me va a explotar la cabeza” era algo más que un término. Vi cómo caía de rodillas en la tierra, cómo me hacía débil y cómo no podía hacer nada para impedirlo. Todo mi alrededor, que permanecía difuminado a causa de las lágrimas, giraba a una velocidad impresionante y digna de admirar. Lo último que recuerdo es a alguien corriendo hacia mí gritando mi nombre, aunque no sabía si lo que veía era real o solamente lo que quería ver. Cerré los párpados y ya no sentí nada más.

Conseguí abrir los ojos después de varios intentos. Seguía en el bosque y seguía siendo de noche, pero mi cabeza ya no estaba descansando sobre la tierra, sino sobre una pierna. Levanté la mirada y observé a Will, que dormía apoyando su cabeza y espalda sobre el tronco de un árbol. Despertó al sentir movimiento. Comenzó una conversación llena de susurros.
—Hola —saludó sonriéndome—. ¿Cómo te encuentras?
—He tenido mejores madrugadas —contesté.
—Yo también —dijo Will acariciándome el pelo.
El silencio que se creó ya no me resultaba incómodo. Era un silencio parlanchín, como Will, que decía todo con el brillo de sus ojos en una noche oscura.
—¿Vas a contarme qué ha pasado? —preguntó.
—Preferiría no hablar de ello ahora —contesté.
—Tienes razón. Lo siento, soy un idiota.
—Los idiotas no recogen del suelo a chicas que solo pueden ofrecer lágrimas.
—Tú ofreces más que eso, Julia.
Sonreí mordiéndome los labios, que era mi manía favorita.
—¿Te sientes con fuerzas para acompañarme a un sitio? —preguntó Will.
—No lo sé —respondí—. Probemos.
—Vale.
Me incorporé y apoyé mi espalda en el tronco, al lado que Will. Cerré los ojos con fuerza por el dolor de cabeza que esto causó en mí.
—¿Bien? —preguntó Will, levantándose ágilmente.
—¿Me ayudas a levantarme? —pregunté mirándole desde abajo.
—Claro.
Me ofreció sus manos y yo las agarré con fuerza. Estiró de mí tan fuerte que aquel impulso solo sirvió para chocarme con él. Me agarró de la cintura con firmeza, temiendo que cayera. Sus labios estaban a unos centímetros de los míos y su respiración era agitada. Estaba nervioso y podía notarlo en su mirada. Volví a sonreír usando mi manía favorita, pero siempre espontáneamente. Él sonrió suspirando y quitó su mano de mi cintura, aunque no sabía porqué lo había hecho. Giré mi cabeza en dirección contraria al viento, para que este me diera en la cara. Respiré profundamente y comencé a sentirme mejor. Me preguntaba qué sería de mí sin el viento.
—Estoy bien —afirmé volviendo a conectar mi mirada con la de Will.
—¿Segura? —preguntó.
—Más que nunca.
—Vamos pues.
Comenzamos a caminar subiendo la montaña. Dormir me había sentado bien y me había servido para sacudirme parte del cansancio que llevaba arrastrando todo el día, así que resultaba sencillo ir cuesta arriba.
—¿Dónde vamos, Will? —pregunté, pronunciando por primera vez su nombre.
—Hay algo que quiero enseñarte —contestó—. Ven, ponte delante de mí.
Aceleré mis pasos e hice lo que me pidió. Puso sus manos delante de mis ojos, impidiéndome ver.
—Si me caigo, será culpa tuya —dije riendo.
—Es increíble por tu parte que, a estas alturas, aún dudes de mi rapidez para no dejarte caer —dijo Will—. Genial, me ha salido un pareado. A partir de ahora seré poeta.
Reí tanto que empezó a dolerme la tripa, y adoraba esa sensación.
—¿Te ríes de mí? —preguntó Will—. Cuando sea un poeta famoso y haga mi primera entrevista, contaré que la señorita Julia Johnson se reía de mis pareados.
—Ya se le sube la fama a la cabeza, señorito Will Adams —dije seria y, posteriormente, seguí riendo.
—Firmaría cualquiera papel por verte reír así todo el tiempo.
—Pero si tu firma no vale nada —dije sonriendo, quitando sus manos de mis ojos y girándome hacia él.
—Cuando sea un poeta famoso pagarás por que te firme cualquier trozo de folio.
Reí mirando hacia al suelo, esta vez con la respiración más calmada.
—Eres un payaso —dije mirando sus ojos verdes.
—Ya lo sé.
Me acerqué hacia él y susurré en su oreja:
—Me encantan los payasos.
Volví a poner mi cuerpo paralelo al suyo. Will escondió un mechón de pelo detrás de mi oreja. Bajó su mano, la cual ardía, hasta mi cuello, que comenzó a ser acariciado. Sonrió posando su frente en la mía. Estaba tan anonadada que no pude recordar todo lo malo de aquella noche. No recordaba el pasado y no podía imaginarme un futuro; solo importaba el presente, y era “somos”.
—Eres alucinante —susurró Will, chocando así su aliento contra el mío.
Separó su frente de la mía.
—Mira detrás de ti —dijo y le di la espalda para saber a qué se refería.
Entre dos árboles se escondía una motocicleta marrón bastante vieja. No pude seguir mirándola porque me recordaba a la muerte de mi padre. Desde aquel día siempre había rechazado las ofertas de viajes en motocicleta.
—Will, no me gustan mucho las motos —dije y él se puso a mi lado.
—¿Por qué? —preguntó.
—Mi padre murió en un accidente de moto.
—Joder —dijo alterándose—. Lo siento mucho, Julia. Yo…
Puse mi dedo índice sobre sus labios y conseguí hacerle callar.
—Tú no tienes que sentir nada —susurré alzando mis cejas—. No te había contado nada.
—Ya, pero… —comenzó y le volví a interrumpir.
—Mírame —dije alzando su barbilla con dos dedos de mi mano—, no hay peros que valgan. Quiero que te subas a ella y la arranques. A lo mejor, lo de motero te pega más que lo de poeta —finalicé sonriendo.
—Increíble —dijo Will negando con la cabeza.
Se acercó a la moto y se subió en ella. Después de dos intentos, consiguió arrancarla. Esta rugió y, con un poco de esfuerzo, Will se acercó montado en ella hacia mí.
—¿Poeta o motero? —preguntó.
—Motero.
Como si de instinto se tratase, subí a la parte trasera de la moto. No sabía si estaba preparada, pero estaba con Will, y eso me ofrecía tranquilidad.
—¿Julia? —preguntó girando la cabeza hacia atrás.
Rodeé su cintura con fuerza y pude sentir como su abdomen, fuerte y cálido, se estremecía.
—¿Estás segura? —preguntó haciendo rugir la moto.
—Lo más rápido posible, señor Adams —susurré en su oreja.
Comenzamos a avanzar, bajando la montaña, a una velocidad comprensiblemente ilegal. Apreté su cintura aún más fuerte y sonreí. Sentí la misma seguridad que sentía cuando mi padre me llevaba en nuestra moto de siempre. Con impulso y firmeza, me levanté del asiento, agarrándome a los hombros de Will.
—¿¡Estás loca!? —exclamó Will desde abajo.
—¡Sííííííííííí!
Solté los hombros de Will y comencé a gritar cualquier vocal. El aire me atizaba con fuerza todo el cuerpo. Dejábamos los árboles atrás con cada rugido de la moto, y en cada árbol se quedaba estampado un mal recuerdo. Will sonreía y gritaba conmigo. Fue así cómo finalicé mi temor por las pesadillas y por los recuerdos; cómo supe que no estaba sola. Podía sentir a mi padre conmigo, dentro de mí, como siempre había estado. No se muere mientras que te recuerden, y yo era la viva imagen de mi padre. Me daba igual si todo aquello era real o no, me bastaba con saber que era mío. Sabía que había conseguido agarrar las riendas de mi vida y seguir adelante por los que ya no están, por los que han llegado y por mí. Me daba igual la calidad, la cantidad, el color y el dolor. Era la mejor versión de mí misma hasta la fecha y sentí la ganas de correr en círculos, de buscarme una salida. Me sentí el mejor cazador de sueños humano y quería cazar mis palabras igual que a mis deseos, igual que Will me cazaba a mí. Era la elección que más me gustaba y, por primera vez, me sentí con fuerzas de ser más. Aprendí que yo era más que tiempo y que sí que me quedaba algo: las ganas de vivir.

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