miércoles, 29 de octubre de 2014

Capítulo 9.


Egmont Staggs, el profesor de Educación Física, había permanecido de baja por paternidad todo el primer mes, así que durante las horas de su asignatura solíamos estudiar con la supervisión de algún otro profesor. Cuando llegó a El Enorme Espacio, nos contó que todo había salido según lo previsto y que era un niño precioso llamado Harry, al que llevaba en forma de fotografía dentro de su cartera.
Había tenido una extraña impresión del señor Staggs. Por su apariencia, pensé que tendría treinta y pocos años. Era alto y musculoso. Tenía el pelo moreno y unos ojos marrones casi negros que me gustaban. También poseía una piel extremadamente blanca, algo rosada, que contrastaba aún más sus ojos oscuros. Parecía que el tiempo se congelara cuando él hablaba o caminaba.  Conseguía avergonzarme solo con la mirada, y esperaba que lo consiguiera con todos mis compañeros también.
Empezaron a salir por la puerta principal del orfanato todos los alumnos de un curso superior al nuestro gritando, corriendo, riendo y, generalmente, armando jaleo.
—¡Callaos ya! —exclamó Egmont—. Hoy haremos una salida al bosque —anunció alzando la voz—. Nos acompañarán vuestros compañeros de 10. Klasse porque 1) el profesor Adalgiso no ha podido asistir a su clase y para que 2) aprendáis y os deis cuenta de todo lo que han aprendido todos estos muchachos cuando les di clase el año pasado.
Comenzamos a comentar nuestras opiniones los unos con los otros mientras estirábamos los músculos.
—¡Silencio! —ordenó Egmont—. ¿Alguna pregunta?
No se oyeron siquiera las respiraciones de mis compañeros.
—Perfecto —finalizó—. Siempre detrás de mí.
Egmont comenzó a correr después de haber salido por la puerta de hierro que cerraba el orfanato y El Enorme Espacio. Nosotros le seguimos, también corriendo.
Personalmente, me gustaba correr, ya que eso implicaba fuerte viento, aire fresco y todas esas cosas anormales que me gustaban. Cuando llevábamos unos minutos apartando ramas y amenizándonos el camino, parecía que estaba volando, porque ya no suponía ningún esfuerzo mover las piernas. «Cada uno se acostumbra a lo que quiere», pensé.
Otis pasó por mi lado sonriéndome y moviendo mi coleta. Siguió adelante hasta alcanzar a Beate. Pude escuchar con claridad su conversación.
—Hola —susurró Otis en el oído de Beate cuando consiguió alcanzarla.
—Hola —contestó ella, sonriente.
—¿No piensas que esto es un coñazo? —preguntó Otis—. Sí, definitivamente lo es.
Beate rió.
—¡Silencio por ahí atrás! —exclamó el profesor Staggs.
—Cuando yo te diga, gira a la derecha y empieza a correr —dijo Otis.
—Nos meteremos en problemas, Otis.
—¿Y qué? —preguntó Otis, que levantó la mirada unos segundos, observando su alrededor—. ¡Ya!
Otis comenzó a correr en la dirección incorrecta a la debíamos ir, cogiendo a Beate de la mano. Recé para que Egmont no se diera cuenta de que faltaban dos alumnos y me concentré en correr respirando correctamente.
—J —dijo Will, corriendo a mi lado—, ¿dónde está Otis?
—Ha tenido la brillante idea de irse por su cuenta junto con Beate —contesté irónicamente.
—Genial pues.
—¿Genial? Como se entere podemos darlos por muertos.
—Tranquila, J —dijo Will alargando las palabras—. Otis sabe siempre lo que se hace.
—No me cabe la menor duda —dije resoplando.
Seguimos corriendo el uno al lado del otro. Empezaba a cansarme, pero no di señales de ello hasta que comencé a toser.
—Si quieres vamos más lentos —sugirió Will.
—Estoy bien.
—No lo parece —dijo Will riendo.
Aceleré el ritmo, dejando a Will atrás y entrometiéndome en conversaciones ajenas. Él me seguía cercano, y se podía escuchar su risa. Giré mi cabeza y estaba sonriendo, negando con la cabeza, mirándose los pies, como solemos hacer todos cuando estamos felices, como si ser felices no estuviera bien. Me choqué contra alguien y, cuando fui a enderezarme para disculparme, me topé con esos ojos oscuros intimidantes. De un momento a otro, todos se pararon y esperaban impacientes a ver la reacción de mi profesor. Me sentí pequeña, débil, ignorante. Parecía que iba a caer, pero me mantuve firme el suficiente tiempo para que alguien me salvara. Mi maldita salvación fue un grito seco, agudo, femenino y miedoso. Aquel grito taladró mis oídos como unos ojos verdes desnudan tu alma: rápida, destructiva y elegantemente. Volvió a oírse el mismo grito, esta vez con un rasgo familiar.
—Beate —dijo Will sin alzar la voz, el cual me miró y, posteriormente, comenzó a correr, apartando a todo aquel que le impidiera el paso. Yo le imité lo más veloz que pude, y Egmont no dudó en actuar de la misma manera. Este esfuerzo fue lo que me faltaba para que mis piernas comenzaran a temblar y mi aliento empezara a escasear. Difícilmente respiraba, pero no debía parar de correr. Tenía que saltar las piedras y esquivar los árboles lo más rápido posible. Vi como Will se paraba a lo lejos e intenté llegar hasta él. Cuando paré a su lado, cerré los ojos y apoyé las manos en mis muslos, e inspiré y expiré repetidamente. Cuando tranquilicé mi respiración, conseguí abrir mis párpados y observar a Beate arrodillada en el suelo, paralizada y tiritando, y a Otis abrazándole, acariciándole el pelo y diciéndole que todo iba a estar bien.
Will ya no estaba a mi lado, sino que se hallaba a unos metros más adelante, mirando hacia abajo. Me acerqué hacia él alterada y bajé la mirada. En cuanto fui consciente del terror que padecía Beate y de los ojos extremadamente abiertos de Will, mi corazón comenzó a bombear la sangre de una forma bestialmente rápida. Lo que mis ojos pudieron ver antes de que mis rodillas empezaran a fallar, fue a Marie tumbada sobre la tierra, cubierta de unas cuantas hojas y polvo, con sus ojos entreabiertos, mirando al cielo. Su cuerpo inerte y manchado de roja sangre dio paso al temblor de mis labios. El aire se volvió frío, congelándome el corazón y la mente. Caí rendida al suelo, cubriéndome los ojos para no ver más. Nadie lloraba, nadie gemía; no éramos capaces de asimilar una muerte más en nuestras vidas. Supe que Will me recogió del duro suelo porque podía reconocer sus brazos firmes, tensos y fuertes.
—Llévatelos a todos de aquí —ordenó Egmont y sentí como Will asentía.
Mientras mi cabeza se posaba en el hombro de Will y mi cuerpo en sus brazos, la imagen de Marie cubría cada rincón de mi mente. Sus ojos azules me perseguían continuamente, y solo podía pensar en ella y en su porqué.
—Julia, por favor —dijo Will.
Me puse en pie, aún con las manos en la cara. Estas fueron acariciadas por Will. Entrelazó sus dedos con los míos y consiguió separar las manos de mi rostro. Agaché la cabeza según mis manos se deslizaban. Will levantó ligeramente mi barbilla con dos dedos, porque así era como lo hacía Will.
—Mírame —ordenó, y yo busqué sus ojos verdes como el hambriento busca alimento—. Vas a estar bien, aquí, conmigo. Todo está bien, ¿vale?
Rompí a llorar, porque entonces comprendí y fui consciente de que una chica que solía ser feliz ya no podía sonreír. Habían apagado su voz.
Will me abrazó muy fuerte mientras me besaba la frente y yo le manchaba la camiseta con lágrimas. Después de un tiempo indeterminado, me separó de su cuerpo y dijo:
—Tenemos que hablar. Hay algo que tengo que contarte.
Asentí y él comenzó a caminar, ya dentro del orfanato. Subí las escaleras detrás de él, mirando atenta su espalda. Llegamos al último piso del orfanato cuando yo ya estaba bastante sofocada. Seguimos adelante por el pasillo hasta pararnos enfrente de la última puerta de este. Pude escuchar el barullo que había dentro de aquella habitación y diferencié las voces de Otis y Verner. Will me miró y, a continuación, dio unos toques en la puerta, al parecer ya ensayados antes, que se regían por este orden de toques con los nudillos (TN) y toques con el pie (TP): TN-TN-TP-TN-TP-TP-TP.
—Nosotros lo llamamos La Esencia, pero pensé que no volvería a utilizarla —explicó Will.
Fue Johann quien abrió la puerta.
—Estábamos esperándote —dijo Johann.
—¡Sí, pero a ella no! —exclamó Inga, que estaba sentada en un pupitre desgastado.
Will y yo entramos en la habitación y Johann cerró la puerta, pasando un gran cerrojo por esta.
—¿Qué hace ella aquí? —preguntó Verner señalándome para, después, dejar caer el brazo.
—¡Eh!, ella ha visto exactamente lo mismo que yo —dijo Beate levantándose del suelo de piedra—. Debería estar dentro.
—Ya está dentro —espetó Will.
—Sabes que seguimos unas normas, Will —dijo Verner con un tono amenazante.
—Sí, lo sé, pero esas normas se rompen cuando todo lo que creíamos saber se va a la mierda.
—Tiene razón, Verner —comentó Emil, el chico silencioso—. Esto no ha acabado, no es lo que pensábamos. Julia es astuta —me halagó encogiéndose de hombros—. ¿Quién está a favor de que esté dentro?
Will, Beate, Otis y Emil levantaron las manos al instante. Unos segundos después, Johann hizo lo mismo, recibiendo así una mirada llena de odio proveniente de Verner.
—La necesitamos, tío —dijo Johann dirigiéndose a Verner—. Tú lo sabes.
Verner gruñó no muy conforme con el comentario de su amigo, pero aún así, levantó la mano, aunque con un sentimiento de pesadez.
—¿Esto es en serio? —preguntó Inga enfadada.
Will posó su brazo rodeándome la nuca. Rechacé esta caricia y me aparté de él.
—No, yo no estoy dentro de ningún sitio hasta que alguien me explique qué está pasando aquí —dije malhumorada.
Beate suspiró y dijo:
—Siéntate, Julia.
Todos hicieron lo que dijo menos yo, que estuve unos segundos observando la habitación.
Este cuarto, en realidad, era buhardilla llena de trastos viejos o rotos que, suponía, ya no se utilizaban en el orfanato y, en vez tirarlos, los guardaban. Había desde un surtido de cajoneras y espejos hasta cajas con sábanas rasgadas. Algunos objetos estaban apilados encima de otros, formando así montañas de inutilidades.
Caminé hacia el círculo que habían formado todos los presentes y me senté en el suelo entre Beate y Emil.
Otis, que estaba enfrente de mí, al costado de Will, comenzó con la explicación:
—Verás, Julia, para que puedas entender todo lo que ha pasado anteriormente, tenemos que volver unos años atrás.
—Está bien, tengo la imaginación bien despierta —dije.
—Perfecto —continuó Otis—, porque la vas a necesitar. Hace tres años, se encontró a una chica muerta en la habitación donde actualmente se da la clase de Geografía e Historia. Fue el primer asesinato de muchos, y fue justo el día uno del mes siguiente de que comenzaran las clases, al igual que ha sucedido hoy, día uno, y al igual que sucedió los dos años anteriores.
»Entonces, empezaron a encontrar cuerpos de alumnos muertos unos días escogidos aleatoriamente después del cuerpo encontrado anteriormente. El asesino no cumple un régimen de días, ¿comprendes? Puede matar a alguien a los cuatro días y, perfectamente, un mes después. ¡El caso es que esto lleva pasando tres años! Cuando llegó el verano del anterior curso y algunos de nosotros dejamos el orfanato durante las vacaciones, no volvieron a haber más asesinatos. Cosa extraña, ya que los anteriores veranos, cuando permanecíamos aquí todos nosotros, sí que ocurrían. Entonces, pensamos que le gustaba que supiéramos cuándo mataba a algunos de nuestros amigos o, incluso, a algún que otro profesor. Pero, ahora, ha vuelto a ocurrir, lo que significa que esto no ha acabado.
»Hace tres años, cuando ocurrió el octavo asesinato, decidimos crear esta especie de grupo, ya que todos éramos amigos y podíamos confiar los unos en los otros. Hemos estado anotando todas las muertes y cualquier anomalía que se nos apareciera desde el principio. Incluso hemos recibido pistas del mismo asesino, como las iniciales de cada uno pintadas con sangre humana en las paredes o mensajes anónimos debajo de nuestras almohadas con la misma frase. Por alguna razón, somos como una especie de elegidos. No nos hará daño físico, sino psicológico. Quiere que suframos con cada muerte. Le gusta vernos llorar o con ojeras del insomnio que tenemos algunos.
»Durante estos años, cada vez que teníamos un presentimiento o alguna prueba de quién era, de alguna forma u otra acabábamos descartándole. Nunca ha sido lo que hemos pensado. Es la persona mejor oculta que hemos llegado a conocer. Ahora no tenemos nada. Todo se ha esfumado con la muerte de Marie, ¿entiendes? Ha vuelto, y nadie sabe lo que quiere. Y para eso existe este clan, este grupo: para encontrar todas las respuestas y, con ellas, al asesino que se ha llevado todo lo que hemos llegado a querer (que no esté en esta habitación).
Respiré profundamente y pensé.
—¿Se han encontrado todos los cuerpos? —pregunté.
—Absolutamente todos, sí —respondió Johann—. Quiere que los encontremos, de hecho. Igual que sabía que, de algún modo, íbamos a encontrar a Marie. Y si ha querido que tú lo vieras es por algo.
—¿Te llevabas bien con ella? —preguntó Inga.
—Sí —respondí—. Bueno, comenzaba a ser mi amiga.
—Pues ya sabes porqué estás aquí —dijo Inga.
—Quería verme sufrir… —susurré mirando al suelo.
—Así es, Julia —dijo Beate—. Nos lo ha hecho a todos.
Resoplé y me acaricié la nuca.
—Está bien —dije finalmente—. Voy a ayudaros.
Will levantó la mirada y, con voz firme, dijo:
—Bienvenida a El Hexágono.

viernes, 10 de octubre de 2014

Capítulo 8.


La noche del miércoles me sentía agotada y, obviando esta rareza, con ganas de dormir. Era extraño, porque hacía bastante decidí que odiaba dormir. Esta decisión no se debió a que no me gustara estar descansada y, mucho menos, a que me gustaran las ojeras, ya que me hacían parecer débil, y si hay algo que odie más que dormir es no saber usar con propiedad mi fuerza. Era todo culpa de las pesadillas o, mejor dicho, de los sueños desviados. Yo los llamaba así porque empiezan radiantes, pero acaban aterrorizándote hasta los huesos. Las pesadillas eran anormales y crueles. Me sentía impotente cada noche, despertándome ocho veces, por no querer saber más. Eran interminables y siempre estaban rondando por el más mínimo hueco de tu mente. Aunque yo tenía la culpa. Siempre he pensado que esos sueños involuntarios los controlamos, en cierta parte, nosotros mismos, aunque pocos son capaces y lo suficientemente valientes como para agarrar con fuerza las riendas de tus propios y peores miedos, aquellos miedos que desconoces. Estaba segura de que Will podía enfrentarse a sus miedos, igual que se enfrenta a personas en nuestra realidad.
Me dirigí al cuarto de baño compartido de las chicas para lavarme los dientes. Aquello me parecía repugnante, tanto por la falta de higiene como por el hecho de tener la boca abierta de Inga, que siempre se ponía en el lavabo de al lado, a menos de un metro de mí. Suponía que esa era una de sus múltiples y diversas estrategias que le servían para molestar a la gente que no era de su agrado. Conmigo, por el contrario, no funcionaba. Se sentía bien saber que era más educada que ella, aunque no por eso más bonita. De todas formas, no se daba el caso de que Inga fuera una belleza fuera de lo común en el orfanato. El problema, si es que aquello era un problema, era que yo nunca había mirado mi reflejo y había pensado que tenía algún rasgo bonito. Siendo sinceros, no me importaba en exceso.
La belleza es muy relativa y personal. «¿Podemos todos creer al canon de belleza que nos han ido enseñando desde pequeños? ¿Con qué somos capaces de comparar a una persona para atrevernos a opinar acerca de si su belleza es apta o pésima?», reflexionaba delante del espejo. Estaba allí, mirándome  el contorno de los labios, porque no me quedaba nada que no fueran preguntas sin respuesta. Siempre estaba cuestionándome preguntas extrañas, como si cada persona vivía en una realidad diferente o si existía el amor verdadero del que todo el mundo hablaba. Pensaba mucho en ello y las esperanzas por encontrar respuestas cada día eran menores, pero era demasiado joven. No podía permitirme perder más tiempo, si es que el tiempo valía para algo.
Cuando terminé de lavarme los dientes, me dispuse a salir del cuarto de baño. Fue un intento fallido, ya que Inga estiró la pierna hacia atrás, haciéndome tropezar. Caí al suelo apoyando mis manos en él, lo cual permitió que no me diera un buen golpe en la cabeza. Gruñí tumbada y me levanté con fuerza, sacudiéndome la ropa.
—¿¡Qué problema tienes conmigo!? —exclamé.
Inga se giró hacia mí, quedándonos cara a cara (la mía roja y la suya aparentemente tranquila). Beate me cogió del brazo, intentando hacerme andar.
—Julia, no merece la pena… —susurró Beate en un tono que todas las chicas pudimos oír.
Comencé a caminar en dirección a la puerta, acompañada de Beate.
—¿Qué pasa, Johnson? —preguntó Inga—. ¿Tú padre no te enseñó a defenderte tú solita?
Me giré y caminé hasta llegar a ella.
—No vuelvas a mencionar a mi padre nunca más.
—Es verdad —dijo Inga—. Perdona, no está bien meterse con los muertos.
Apreté la mandíbula. No dudé en propinarle un puñetazo en toda la cara. Me temblaban las piernas por la adrenalina que eso supuso. Sentía la necesidad de volverle a pegar cuando Beate me cogió de la cintura, arrastrándome hacia atrás. Inga levantó la barbilla y dejó ver el riachuelo de sangre que caía desde su labio. La sangre no hizo que me arrepintiera del golpe que le había dado. Inga no lloraba y se mantenía firme. Oía a varias personas preguntarle que cómo estaba, pero las oía muy lejanas, como si fueran el eco que se creaba al gritar en el bosque.
Salí del cuarto de baño corriendo, escapando de todos y llorando al recordar a mi padre. Sentía que los recuerdos me agarraban del cuello y me ahogaban poco a poco, llenándome los pulmones de dolor y los ojos de agua. Por suerte, no había nadie en recepción, así que pude salir del orfanato por la propia entrada. Seguí corriendo y llorando. No quería parar. Salté la verja más rápido de lo que podría haberlo hecho nunca. Comencé a subir la montaña apartando ramas y saltando piedras. De vez en cuando, no podía evitar elevar el tono de mis llantos. Me dolía el pecho y solo quería encontrarme con mi padre para que me abrazara muy fuerte, igual que cuando lo hizo el día que mi madre murió. Mi alrededor estaba borroso. No conseguía ver nada que no fuera la marea de mis ojos, que subía progresivamente. Comenzaban a venir flash-backs a mi mente sin intención de parar. Veía a mi padre pescando en la orilla del mar, cómo me daba un beso en la frente por las noches y cuando jugaba conmigo a las muñecas cuando yo tenía cuatro años; le veía columpiándome al anochecer, bailando conmigo estando mis pies encima de los suyos y limpiándome las lágrimas cuando me caí en el barro; levantándome hasta llevarme bien arriba porque yo quería tocar el cielo, cantando conmigo nuestro rock and roll favorito y dándome respuestas para mis preguntas inquietas. No se trataba de querer, sino de necesitar que volviera. Todo el dolor solo servía para odiarme y, lo peor de todo, es que no tenía sentido. Me convertí en un ser exageradamente pesimista. Si no me quedaba nada, ¿por qué seguía aquí? Toda mi mente era un desierto donde la arena son preguntas y el agua respuestas. Los recuerdos cada vez ahogaban más y sentía que me faltaba el aire. El corazón bombeaba mi sangre con una rapidez bestial e infinita. Por primera vez el término “me va a explotar la cabeza” era algo más que un término. Vi cómo caía de rodillas en la tierra, cómo me hacía débil y cómo no podía hacer nada para impedirlo. Todo mi alrededor, que permanecía difuminado a causa de las lágrimas, giraba a una velocidad impresionante y digna de admirar. Lo último que recuerdo es a alguien corriendo hacia mí gritando mi nombre, aunque no sabía si lo que veía era real o solamente lo que quería ver. Cerré los párpados y ya no sentí nada más.

Conseguí abrir los ojos después de varios intentos. Seguía en el bosque y seguía siendo de noche, pero mi cabeza ya no estaba descansando sobre la tierra, sino sobre una pierna. Levanté la mirada y observé a Will, que dormía apoyando su cabeza y espalda sobre el tronco de un árbol. Despertó al sentir movimiento. Comenzó una conversación llena de susurros.
—Hola —saludó sonriéndome—. ¿Cómo te encuentras?
—He tenido mejores madrugadas —contesté.
—Yo también —dijo Will acariciándome el pelo.
El silencio que se creó ya no me resultaba incómodo. Era un silencio parlanchín, como Will, que decía todo con el brillo de sus ojos en una noche oscura.
—¿Vas a contarme qué ha pasado? —preguntó.
—Preferiría no hablar de ello ahora —contesté.
—Tienes razón. Lo siento, soy un idiota.
—Los idiotas no recogen del suelo a chicas que solo pueden ofrecer lágrimas.
—Tú ofreces más que eso, Julia.
Sonreí mordiéndome los labios, que era mi manía favorita.
—¿Te sientes con fuerzas para acompañarme a un sitio? —preguntó Will.
—No lo sé —respondí—. Probemos.
—Vale.
Me incorporé y apoyé mi espalda en el tronco, al lado que Will. Cerré los ojos con fuerza por el dolor de cabeza que esto causó en mí.
—¿Bien? —preguntó Will, levantándose ágilmente.
—¿Me ayudas a levantarme? —pregunté mirándole desde abajo.
—Claro.
Me ofreció sus manos y yo las agarré con fuerza. Estiró de mí tan fuerte que aquel impulso solo sirvió para chocarme con él. Me agarró de la cintura con firmeza, temiendo que cayera. Sus labios estaban a unos centímetros de los míos y su respiración era agitada. Estaba nervioso y podía notarlo en su mirada. Volví a sonreír usando mi manía favorita, pero siempre espontáneamente. Él sonrió suspirando y quitó su mano de mi cintura, aunque no sabía porqué lo había hecho. Giré mi cabeza en dirección contraria al viento, para que este me diera en la cara. Respiré profundamente y comencé a sentirme mejor. Me preguntaba qué sería de mí sin el viento.
—Estoy bien —afirmé volviendo a conectar mi mirada con la de Will.
—¿Segura? —preguntó.
—Más que nunca.
—Vamos pues.
Comenzamos a caminar subiendo la montaña. Dormir me había sentado bien y me había servido para sacudirme parte del cansancio que llevaba arrastrando todo el día, así que resultaba sencillo ir cuesta arriba.
—¿Dónde vamos, Will? —pregunté, pronunciando por primera vez su nombre.
—Hay algo que quiero enseñarte —contestó—. Ven, ponte delante de mí.
Aceleré mis pasos e hice lo que me pidió. Puso sus manos delante de mis ojos, impidiéndome ver.
—Si me caigo, será culpa tuya —dije riendo.
—Es increíble por tu parte que, a estas alturas, aún dudes de mi rapidez para no dejarte caer —dijo Will—. Genial, me ha salido un pareado. A partir de ahora seré poeta.
Reí tanto que empezó a dolerme la tripa, y adoraba esa sensación.
—¿Te ríes de mí? —preguntó Will—. Cuando sea un poeta famoso y haga mi primera entrevista, contaré que la señorita Julia Johnson se reía de mis pareados.
—Ya se le sube la fama a la cabeza, señorito Will Adams —dije seria y, posteriormente, seguí riendo.
—Firmaría cualquiera papel por verte reír así todo el tiempo.
—Pero si tu firma no vale nada —dije sonriendo, quitando sus manos de mis ojos y girándome hacia él.
—Cuando sea un poeta famoso pagarás por que te firme cualquier trozo de folio.
Reí mirando hacia al suelo, esta vez con la respiración más calmada.
—Eres un payaso —dije mirando sus ojos verdes.
—Ya lo sé.
Me acerqué hacia él y susurré en su oreja:
—Me encantan los payasos.
Volví a poner mi cuerpo paralelo al suyo. Will escondió un mechón de pelo detrás de mi oreja. Bajó su mano, la cual ardía, hasta mi cuello, que comenzó a ser acariciado. Sonrió posando su frente en la mía. Estaba tan anonadada que no pude recordar todo lo malo de aquella noche. No recordaba el pasado y no podía imaginarme un futuro; solo importaba el presente, y era “somos”.
—Eres alucinante —susurró Will, chocando así su aliento contra el mío.
Separó su frente de la mía.
—Mira detrás de ti —dijo y le di la espalda para saber a qué se refería.
Entre dos árboles se escondía una motocicleta marrón bastante vieja. No pude seguir mirándola porque me recordaba a la muerte de mi padre. Desde aquel día siempre había rechazado las ofertas de viajes en motocicleta.
—Will, no me gustan mucho las motos —dije y él se puso a mi lado.
—¿Por qué? —preguntó.
—Mi padre murió en un accidente de moto.
—Joder —dijo alterándose—. Lo siento mucho, Julia. Yo…
Puse mi dedo índice sobre sus labios y conseguí hacerle callar.
—Tú no tienes que sentir nada —susurré alzando mis cejas—. No te había contado nada.
—Ya, pero… —comenzó y le volví a interrumpir.
—Mírame —dije alzando su barbilla con dos dedos de mi mano—, no hay peros que valgan. Quiero que te subas a ella y la arranques. A lo mejor, lo de motero te pega más que lo de poeta —finalicé sonriendo.
—Increíble —dijo Will negando con la cabeza.
Se acercó a la moto y se subió en ella. Después de dos intentos, consiguió arrancarla. Esta rugió y, con un poco de esfuerzo, Will se acercó montado en ella hacia mí.
—¿Poeta o motero? —preguntó.
—Motero.
Como si de instinto se tratase, subí a la parte trasera de la moto. No sabía si estaba preparada, pero estaba con Will, y eso me ofrecía tranquilidad.
—¿Julia? —preguntó girando la cabeza hacia atrás.
Rodeé su cintura con fuerza y pude sentir como su abdomen, fuerte y cálido, se estremecía.
—¿Estás segura? —preguntó haciendo rugir la moto.
—Lo más rápido posible, señor Adams —susurré en su oreja.
Comenzamos a avanzar, bajando la montaña, a una velocidad comprensiblemente ilegal. Apreté su cintura aún más fuerte y sonreí. Sentí la misma seguridad que sentía cuando mi padre me llevaba en nuestra moto de siempre. Con impulso y firmeza, me levanté del asiento, agarrándome a los hombros de Will.
—¿¡Estás loca!? —exclamó Will desde abajo.
—¡Sííííííííííí!
Solté los hombros de Will y comencé a gritar cualquier vocal. El aire me atizaba con fuerza todo el cuerpo. Dejábamos los árboles atrás con cada rugido de la moto, y en cada árbol se quedaba estampado un mal recuerdo. Will sonreía y gritaba conmigo. Fue así cómo finalicé mi temor por las pesadillas y por los recuerdos; cómo supe que no estaba sola. Podía sentir a mi padre conmigo, dentro de mí, como siempre había estado. No se muere mientras que te recuerden, y yo era la viva imagen de mi padre. Me daba igual si todo aquello era real o no, me bastaba con saber que era mío. Sabía que había conseguido agarrar las riendas de mi vida y seguir adelante por los que ya no están, por los que han llegado y por mí. Me daba igual la calidad, la cantidad, el color y el dolor. Era la mejor versión de mí misma hasta la fecha y sentí la ganas de correr en círculos, de buscarme una salida. Me sentí el mejor cazador de sueños humano y quería cazar mis palabras igual que a mis deseos, igual que Will me cazaba a mí. Era la elección que más me gustaba y, por primera vez, me sentí con fuerzas de ser más. Aprendí que yo era más que tiempo y que sí que me quedaba algo: las ganas de vivir.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Capítulo 7.


La clase de Dibujo me gustaba, pero no porque tuviera un don para dibujar o pintar, ya que todo en mí era un desastre, incluso el dibujo; me gustaba porque era diferente, y no porque fuera “la clase de Dibujo” o la sala más iluminada y con las mejores vistas de todo el orfanato, sino porque Anna lo quería así; ella lo hacía diferente. Creo que lo que quería era que nos olvidásemos de todo el mal que nos rodeaba (incluyendo muertes, recuerdos y olvidos) y tuviéramos una hora y media en la se podía ser uno mismo y en la que abundaba el color. Era una profesora especial y me recordaba a las hadas madrinas, pero eso ya es otra historia. En realidad, mi personalidad rechazaba el color en cantidades industriales. Siempre me decantaba por el blanco y negro, pero intentaba sonreír por el mismo motivo que usaba para obviar que mi vida se convirtió en una tormenta con un cielo constantemente nublado: cumplir las promesas que haces a la gente que quieres. En mis primeros trece años de vida hice muchas de esas, sobretodo a mi padre, e intento llevarlas a cabo por él y por gente como Anna. Las promesas están para cumplirlas, no sirve de nada acabar igual de rotos que ellas.
No sabía nada de Beate aquella mañana, aún no le había visto, así que divagaba sola por los pasillos, buscando la clase de Dibujo y yendo con cuidado para no perderme.
—¡Eh, J! —exclamó Otis detrás de mí, que se acercaba corriendo tranquilamente.
—Hola, Otis —saludé con una sonrisa—. ¿Me has llamado J?
—Sí —contestó e hizo una pausa—. Beate y yo hemos decidido llamarte así. Nos gusta —explicó.
—De acuerdo —dije lentamente intentando comprenderlo.
—Por cierto, ¿has visto a Beate? —preguntó Otis.
—No, qué va —contesté—, pero ahora tenemos clase juntas.
—¿Qué os toca? —preguntó frunciendo el ceño.
—Dibujo, pero no encuentro la clase —contesté y Otis se rió de mi situación.
—Te acompaño, así te aprendes el camino y veo a Beate, ¿vale?
—Genial.
De la semana y media que llevaba en aquel orfanato, había aprendido algo sobre Otis. Era un chico muy humilde para tener solamente dieciséis años, pero me parecía bien. Nunca le había visto juzgar sin conocer y eso era un punto a su favor. Era agradable incluso sin  pretenderlo. Supongo que su simpatía había tenido algo que ver para llegar a ser mejor amigo de Will. El curriculum de Otis me agradaba en exceso y tenía que comportarme acorde a como él lo merecía.
—¿Tú no tienes clase? —pregunté rompiendo el silencio.
—En un principio, sí, pero he quedado con Will en el bosque a primera hora.
—Oh, tú también eres de esos.
—A mí no me gusta saltar la verja, porque no soy especialmente hábil ni raudo, pero Will sí lo es. Es como un lince, ¿sabes? —explicó riendo.
—Está loco —contesté—. Es el rey de la adrenalina.
Otis comenzó a aplaudir mientras asentía con la cabeza.
—No podría haberlo definido mejor, señorita Johnson.
—Pues es todo un placer, señor Bahr.
Ambos reímos hasta que Otis prosiguió con la conversación.
—Me lo ha contado todo —dijo mirándome a los ojos.
—¿Qué? —pregunté.
—Que tú eres la reina de la adrenalina.
—“Definirse es limitarse” —contesté citando a mi fiel amigo Oscar Wilde.
—¿Limitas a Will? —preguntó.
—Tengo que hacerlo.
—Ya te darás cuenta de que Will es ilimitable.
Hice una mueca en consecuencia a su respuesta.
—Me habla mucho de ti —dijo Otis.
—¿Sí? —pregunté.
La intriga por saber más y las ganas de correr hacia el bosque se apoderaron de mí.
—Es un pesado —resopló—. Si lo vuestro va a más, no sé si podré soportarle.
—¿Lo nuestro? —pregunté alterada, alzando las cejas.
—Nunca ha buscado Crema Salvavidas para mí, Julia, y mira que me quiere —contestó riéndose.
—Eres tonto —afirmé—. Llevo poco más de una semana aquí dentro.
—Tiempo al tiempo, que también él lo necesita.
Llegamos al final de un pasillo lleno de gente. Otis se apoyó en el marco de la puerta de la derecha, que daba paso a la clase de Dibujo. Dentro de ella se hallaban algunos de mis compañeros, entre ellos Beate.
—¡Beate! —exclamó Otis para llamar su atención—. ¿Puedes venir un momento?
Beate se giró y esbozó una sonrisa que yo nunca había visto en ella desde que estaba en el orfanato. Una sonrisa diferente a cualquiera que te puede crear un amigo o familiar. Cuando Beate pasó junto a mí para salir de la clase, agarré su brazo y susurré:
—No disimules la sonrisa, que te queda de cine.
Ella me miró, sonrió y apretó con fuerzas sus labios contra mi mejilla. Entonces, fue cuando supe que éramos más que buenas amigas, y resultaba reconfortante. Con los ojos vidriosos, observé cómo charlaban animadamente ella y Otis. Decidí dejarles su propio espacio y entré en la clase, chirriando así la puerta detrás de mí. Saludé a algunos de mis compañeros y me dirigí a la ventana de la izquierda de las tres que habían en la sala. La clase de Dibujo se encontraba en el penúltimo piso del orfanato, así que las vistas eran impactantes. Levanté la mirada hacia el cielo y se perdió entre las nubes, que se movían despacio, al ritmo de la melodía de la canción que yo siempre tarareaba. Me tranquilizaba mirar las nubes. De alguna manera, hacía que me sintiera segura y fascinada al mismo tiempo, ¿pues cómo era posible que el viento pudiera mover aquella masa de agua concentrada y belleza? No lo sé, el viento lo aclara todo, hasta las ideas. El viento es la mejor medicina para las confusiones.
Me sentí obligada a volver a la realidad, a mirar hacia el abismo. Alguien chistó.
—¡J! —exclamó Will.
—¿Tú también? —pregunté sonriendo a Will, que asomaba la cabeza por la ventana que se hallaba debajo de la mía.
—A mí también me gusta —contestó.
Sonreí mirando al cielo, mordiéndome los labios como de costumbre. Sacudí la cabeza y volví a encontrar sus ojos verdes.
—¿Esa es la ventana de vuestra habitación? —pregunté.
—Sí, tengo la cama al lado.
—¡Yo también! —exclamé emocionada—. Creo que te odio.
—¿Por qué? —preguntó.
—No me gusta que seas tan parecido a mí —contesté.
—A mí sí.
Volvió aquel silencio de hace unos días que taladraba mis tímpanos. Intenté que se esfumara.
—Me ha dicho Otis que vais a ir al bosque.
—Cierto, así es —afirmó—. Lo hacemos una o dos veces por semana. Nos ponemos al día y hacemos cosas de tíos que no puedo contarte.
—“Cosas de tíos” —le imité con voz grave y reí muy fuerte hasta que conseguí calmarme—. Oye, apenas vas a clase.
—No tienes de que preocuparte, J. Tengo más de un nueve de media.
—Uno: ¿¡qué!? —pregunté sorprendida—. Y dos: no me preocupo.
—Uno: soy bastante inteligente —contestó—. Y dos: qué mal mientes.
Me disponía a contestarle cuando Anna entró en la clase, acompañada de Beate y su típico “¡Buenos días, chicos!”.
—Tengo que irme —espeté.
—¿Te veré más tarde? —preguntó Will.
Permanecí unos segundos en silencio, pensando e intentando captar la atención de Will. Oí a Anna decir que nos pusiéramos cada uno delante de un lienzo.
—Puede —contesté y él sonrió.
Dejé la ventana a mis espaldas y me coloqué delante del lienzo que había libre al lado de Beate. Estábamos colocados de forma que creábamos un círculo alrededor de la clase. Anna se puso en medio de este.
—A la derecha de cada caballete tenéis una mesa con pinturas, pinceles y una paleta en la que podéis hacer mezclas de colores para formar otro distinto —explicó Anna—, pero eso ya lo deberíais saber. Vamos a realizar un nuevo proyecto, chicos. Consiste en plasmar en ese lienzo que tenéis enfrente vuestras sensaciones y sentimientos positivos. Es un ejercicio que sirve para ejercitar la mente y recordar, o crear, buenos momentos. ¡Es completamente libre! Puede ser técnico, realista o abstracto, como prefiráis. ¡Podéis comenzar!
Se empezaban a escuchar gritos de emoción y expresiones como “¡Tengo una idea genial, Anna!” o “Qué fácil”. En cierto modo, me sentí ofendida e insultada; a mí no me resultaba sencillo. ¿Cómo se dibujaba un sentimiento?, ¿por qué tenía que ser alegre?, ¿qué podía hacer yo si a duras penas recordaba tiempos pasados felices? No encontraba respuestas y tampoco sabía por donde comenzar a buscarlas.
—¿No empiezas, Julia? —preguntó Anna posando sus blancas manos en mis hombros.
—Yo no sirvo para esto —contesté mirándome los zapatos azul marino.
—¿Qué? ¿Piensas que a alguno de tus compañeros se le da especialmente bien la pintura? —preguntó—. Por favor, Julia, mira el lienzo de Marie. ¿Qué está dibujando, una casa o un árbol? —preguntó mirando los lienzos—. ¿Y qué me dices de Roth? No sé diferenciar si eso es un perro o un camello —dijo intentando hacerme reír—. El objetivo de este trabajo no es llegar a ser el mejor artista de la clase, Julia, sino intentar evadirte de todas las penas que llevas encima. Quiero que encuentres el mundo paralelo que hay dentro de ti y que no dejas mostrar a los demás, e intentes plasmarlo con variaciones de colores. Eres una chica inteligente, y sé que ahí dentro —dijo señalando mi corazón— hay miles de ideas y sonrisas que quieren salir a flote —aseguró con decisión y yo sonreí—. Sí, sonrisas como esa.
—Gracias, señorita Meyer.
—Venga, ponte a ello —dijo mientras se giró para marcharse—. Y llámame Anna —finalizó la conversación guiñando un ojo y, después, fue a ver otros dibujos.
Estuve un período de tiempo indefinido sonriendo, hasta que conseguí despejarme y comenzar a buscar ideas. Mi mente solía estar vacía, al igual que yo. No había ideas, ni color, ni recuerdos alegres; nada que nos hubiera pedido Anna. Bufé y masajeé mi pelo para relajarme.
—¿Qué pasa, J? —me preguntó Beate.
—No sé qué dibujar.
—¿Ninguna idea?
—Cero.
—Qué quejita eres —dijo riendo mientras me manchaba con una pincelada de color naranja.
—¡Eh! —exclamé.
—¿Ves cómo eres una quejica? —preguntó riéndose de mí.
Abrí la boca y alcé mis cejas, poniendo así una expresión de sorpresa y enfado. Reí y, con una brocha, le pinté el brazo de color verde (el primer color que divisé). Beate dio otra pincelada rápida de color negro, esta vez en mi nariz. Y así fue como empezó una de las guerras de pintura más inusuales de toda la historia de la humanidad. De un momento a otro, toda la clase comenzó a pintar al que tenían al lado o a cualquier persona aleatoria, incluso Anna se unió al juego. Se creó una explosión de color y estábamos tan felices que no podíamos recordar cuando no lo habíamos estado. Reí hasta que mi tripa no pudo más y disfruté de cada minuto como nunca antes había hecho. Me encantaba observar a la gente que era feliz, y más aún si yo lo era junto a ellos. Fue así como aprendí que la felicidad es una elección personal, y que mis elecciones me encantaban, igual que me encantaba la sonrisa de Will y el cielo en los ojos de Beate. Sigo pensando que la felicidad extrema no existe y que solo es un deseo humano que demuestra la existencia de imposibles, pero nunca había estado tan cerca de tocarla como a primera hora de la mañana en la sala más iluminada del orfanato.
Me alejé de la multitud y de las espadas de pintura, coloqué mis pies en dirección al lienzo que me pertenecía y agarré el pincel con fuerza. Levanté el brazo y escribí:

SOÑAR ES CREER,
ASÍ QUE
ESTOY BIEN

Para ser feliz, primero hay que creer que puedes serlo. No había estado más segura en toda mi vida.
Tiré el pincel al suelo sonriendo y corrí hacia Beate. Abracé su pequeño cuerpo cubierto de pintura y pensé en que éramos el arcoíris más bonito. Mientras abrazaba a un ser querido y escuchaba las risas de personas felices, se esfumaron todas mis preocupaciones. Si la vida te ofrece una nueva oportunidad, no la desperdicies. Y supe que el orfanato era mi nueva oportunidad.
—Eres la mejor oportunidad que me han dado.
Beate sonrió de la misma manera que había sonreído al oír la voz de Otis, igual que sonreía Will al saltar la valla y como sonreía yo al pensar en todos ellos. Me llené de agradecimiento y no me hubiera importado explotar si es para decirles lo mucho que les empezaba a querer.