domingo, 24 de agosto de 2014

Capítulo 5.


El toque de queda nocturno era a las nueve y media. Beate me había contado esa tarde que alguna vez se había visto a un estudiante intentando escaparse o andando por los pasillos del orfanato pasadas las nueve y media. El castigo que se imponía a estos actos de desobediencia podemos resumirlo en la limpieza de más de medio orfanato. Barrer cada esquina, limpiar las grandes cristaleras, regar los árboles de El Enorme Espacio y múltiples tareas más. Si tenías suerte, podías prestar ayuda en la enfermería durante una semana en vez de acabar con un dolor de espalda terrible al cabo de cada día, pero aquí tu suerte dependía de qué profesor estuviera de guardia esa noche.
A las ocho y media entramos en 9. GIRLS, la habitación de todas mis compañeras (incluida yo misma). Beate y yo estábamos sentadas encima de su cama, que estaba al lado de la ventana, donde se podía ver todo el bosque y las luces de una ciudad lejana.
—¿Me cambiarías la cama? —pregunté directamente—. Verás, estas vistas me tranquilizan.
—¡Claro! —exclamó sonriente—. En realidad, me haces un favor, ¿sabes? No puedo dormir si hay un rayo mínimo de luz y, siéndote sincera, este sitio es el más luminoso de toda la habitación. Sea de noche o de día.
—Genial, porque mi cama está a la izquierda de la de Inga y así no me tendré que preocupar de si me quiere matar en sus sueños o no —bromeé y reímos juntas—. ¡Y mucho menos de si ronca! —añadí y nos reímos más fuerte.
—¡Aquí hay gente que intenta hablar de cosas importantes! —exclamó Inga desde la otra punta de la habitación—. Dejaos las conversaciones de muñecas para otro momento, idiotas.
Quería gritarle al oído del mal que se tenía que morir, pero lo dejé pasar, porque no llevaba razón en nada de lo que había dicho. Solo quería hacernos daño, pero al igual que Beate (la conocía mucho más que yo y sabía actuar en consecuencia mejor que yo) decidí ignorarla y reírme de nuevo.
Beate y yo hicimos el cambio de camas, aunque no tardamos más de cinco minutos. Todo lo que tenía era mi maleta, y resultó fácil cambiarla de un extremo a otro de la habitación.
El reloj marcaba las once y cuarto cuando dejé de examinar el bosque con la mirada y me di cuenta de que todas mis compañeras permanecían dormidas. Al ser mi primera noche en este orfanato no podía plantearme la idea de dormir, porque sabía que todos mis intentos se convertirían en polvo. Me había acostumbrado a la noche de la misma manera en la que te acostumbras al día. La única diferencia es que la noche me entendía mejor que el Sol. No era una chica a la que le gustaran las cosas brillantes o los arcoíris. Me decantaba por los contrastes y el blanco y negro; los ojos oscuros y mi número trece. Y esa era yo: la chica de manos limpias y ojos sucios.
Miré hacia la ventana una vez más y pensé en escalar el árbol más alto y observar la ciudad desde las nubes. Podía intentarlo, aunque fuera arriesgado. Me levanté de la cama con sigilo y anduve hacia la puerta de la habitación. No cerraban con llave, así que mi objetivo era que no chirriara al girar el pomo y, como la mayoría de cosas que me proponía, fue en vano. Dos o tres chicas se sacudieron en la cama, pero nadie se despertó. Aproveché el momento y salí de la habitación lo más rápido que pude. Cerré la puerta detrás de mí y, con cautela, me dirigí hasta el final del pasillo. Los pasillos contaban con dos luces encendidas en cada uno. Era suficiente como para que viera a un profesor (aún no me había dado clase) sentado en una de las sillas del recibidor. Oí desde lo alto de las escaleras sus ronquidos y algo me decía que estaba a salvo.
Comencé a bajar cuidadosamente cada escalón. No recordé que no poseía barandilla hasta que, por accidente, resbalé con la esquina de uno de los escalones. Caí de tal manera que mis dos piernas quedaron colgando donde se suponía que debería de haber una maldita barandilla. Agarraba con fuerza el mármol de la escalera y soportaba mi peso a duras penas. No iba a aguantar por mucho más tiempo y, cuando me rindiera, recibiría bastantes horas duras de limpieza y algún que otro rasguño. Con los dientes bien apretados, me decía a mí misma que lo que debía hacer era concentrarme, pero mis ojos decidieron humedecerse y dirigir la mirada hacia el suelo. Fue entonces cuando me sentí la persona más histérica e inútil del mundo.
»Habría aproximadamente tres centímetros desde mis pies hasta el suelo. Caí de pie, como cabía esperar. Solté un suspiro que más bien parecía un bufido y continué caminando. Una de las ventanas del recibidor que daban a El Enorme Espacio estaba abierta, así que descarté la idea de intentar abrir la puerta de entrada. Pasé una pierna al otro lado de la ventana y la otra le siguió. Me quedé sentada en esta, esperando a que alguien viniera a decirme que todo iba a estar bien, pero ese momento no llegó. Me impulsé hacia delante y, una vez tocaba tierra firme, comencé a caminar con decisión hasta las rejas. Estas formaban cuadrados entre ellas, lo cual resultaba fácil para alguien que quería pasar al otro lado de ellas. Tal vez, demasiado fácil. Intenté maniobrar rápido, así que escalé las rejas como si de una escalera se tratara.
»Estaba ya al otro lado de la valla cuando se encendió la luz del recibidor. Corrí hacia el bosque y nunca supe porqué se encendió aquella luz. Aquella noche era oscura, pero había un cielo despejado y la luz de la Luna consiguió guiarme hasta un punto bastante alto de la montaña. La oscuridad no me daba miedo, y como había vivido gran parte de mi vida rodeada de bosque, aún significaba menos para mí.
Estuve un largo período de tiempo pensando en los demás; en los vivos, y en los muertos también. Y en la familia que viviría en la casa más iluminada de aquella ciudad, y en el sonido del movimiento de las hojas cuando hay viento. Este se mezclaba con el frío de la noche y hacía que me estremeciera involuntariamente. Necesitaba entrar en calor y me decanté por seguir subiendo la montaña. Empecé a tararear la melodía de la canción que mi padre siempre me cantaba cuando era pequeña, y comencé a llorar, pero no sollozaba, sólo caían lágrimas que acababan en mis labios, rodeando cada nota musical que mis cuerdas vocales producían. Unos cuantos metros más adelante, vi a alguien sentado en la tierra del bosque. Estaba segura de que, desde su posición, se podría ver más allá de Berlín. Empecé a caminar en esa dirección y, unos metros más atrás, me escondí detrás del tronco de un árbol. Giró la cabeza con la mirada perdida y pude ver que se trataba de Will sentado en lo alto de una montaña a la una de la madrugada. Solía escaparse a menudo, por lo visto. Incliné mi cuerpo para tener un campo de visión más amplio, pero perdí el equilibrio, y una rama crujió bajo mis pies. Con impulso, Will se levantó y yo me escondí tras el tronco del gran árbol de nuevo.
—¡Venga, va, te he escuchado! —exclamó Will haciendo que se me agitara la respiración y que mi corazón bombeara sangre con más rapidez.
Me mantuve en silencio, intentando respirar en el tono más bajo posible. Oí como caminaba.
—No diré nada —dijo Will con más tranquilidad—. Soy un animal bastante dócil.
Pensé en salir de mi escondite y decirle que me llamaba Julia Johnson, pero no lo hice. No le conocía y, por consecuencia, no sabía como actuaría.
—Está bien —finalizó Will—, como prefieras. Me sentaré aquí de nuevo —dijo y escuché su cuerpo caer en la tierra húmeda—, como siempre he hecho, y me dedicaré a contemplar la belleza de Berlín.
Dejé que pasaran unos cuantos segundos para ver si era como él había dicho, y fue sincero. Empecé a dar pasos lentos en dirección contraria, pero me tropecé con una rama gruesa de un árbol, cayéndome al suelo y haciéndome heridas en la rodilla derecha y en las palmas de las manos. Me levanté con agudeza. El sonido que se creó cuando mi cuerpo cayó fue fuerte y llamó la atención de Will.
—Eh, ¿estás bien? —preguntó y yo empecé a caminar con ligereza—. ¡Espera!
Comencé a correr lo más rápido que mis piernas me permitían y Will me siguió. Tenía miedo de que me alcanzara, pero era rápida y sabía mantener el ritmo.
—¡Joder, menuda manera de correr! —exclamó detrás de mí.
Por su voz, supe que estaba empezando a cansarse y que le llevaba bastante ventaja, pero, aún así, no podía permitirme parar.
—¡Está bien, tú ganas! —exclamó y nos detuvimos al mismo tiempo—. ¡Pero voy a saber quién eres tarde o temprano! ¡Qué tía más rara! —rió, y fue inevitable que me contagiara la risa.
Bajaba la montaña intentando recuperar la respiración. Pensé que fui valiente, porque corrí en vez de quedarme petrificada y perpleja. Decidí en treinta segundos darle intriga al momento en vez de dejar que Will viera mi cara roja e hinchada por las lágrimas. Me pareció un chico interesante, pero no estaba entusiasmada por conocerle. La confianza es algo que se pierde con facilidad, y yo dejé de creer en ella cuando todos los de mi alrededor me fallaron. Me planteé la idea de los imposibles.
Llegué hasta las rejas del orfanato. Antes de comenzar a escalarlas y pasar al otro lado de ellas, ojeé todo mi alrededor para comprobar que la única persona que había por allí era yo. Mis manos ardieron cuando agarré las barras de hierro. Las palmas de estas tenían arañazos y cortes. Reprimí el dolor con un gruñido y conseguí saltar las rejas. Caminé hasta la ventana por la que había salido antes, que seguía abierta, y vi como el profesor continuaba durmiendo. Entré en el orfanato como había conseguido salir y empecé a subir las escaleras con más cuidado del que tuve cuando las bajé. Llegué al pasillo donde estaba mi habitación y me dirigí al cuarto de baño. Encendí la luz y oí como alguien estaba meando. Hice una mueca al respecto y me puse delante del espejo. Tenía el pelo alborotado y la cara sudorosa, lo cual hacía que estuviera horrible. Me aseé y limpié las heridas de mis manos y de mi rodilla con agua y jabón. Dolía y escocía, pero no me importaba, porque tenía más cosas en la cabeza por las que preocuparme. Cuando estás lleno de heridas internas, un rasguño físico no significa nada para ti, y menos para los demás.
Inga salió de uno de los baños individuales que tenía a mis espaldas. Estaba despeinada y, por su bostezo, parecía tener sueño.
—Hombre, la mosquita muerta amiguita de Beate —dijo acercándose a mí.
—¿Qué quieres, Inga? —pregunté.
—¿De dónde vienes?
—De la habitación. Me he desvelado.
—No me mientas, bonita, no estabas allí —dijo mientras negaba con la cabeza—. Te lo preguntaré una vez más: ¿de dónde vienes?
—No te importa —sentencié.
—La verdad es que sí que me importa, porque quiero tener mucho cuidado contigo.
—¿Soy una amenaza para ti? —pregunté alzando una ceja.
—Para nada, niña patética que sólo intenta dar pena —canturreó intentando ofenderme.
—No me conoces de nada.
—Tampoco me hace falta. Es mejor prevenir que curar.
—Estoy de acuerdo, así que lo mejor será que me vaya.
Anduve hasta la puerta del aseo y, cuando la abrí, Inga dijo en un tono bastante alto:
—Ten cuidado conmigo, Johnson.
Suspiré y salí del cuarto de baño. Apoyé mi espalda en la puerta y respiré profundamente, intentando sacudir toda la tensión que llevaba encima. Empecé a masajear mi nuca cautelosamente, porque no quería hacerme daño en las manos. Impulsé todo mi cuerpo hacia delante y me obligué a irme a la cama. Entré por la puerta de la habitación y todas mis compañeras seguían durmiendo. Miré todas y cada una de las caras, e incluso me reí con algunas. Me tumbé en la cama, con la sábana tapándome. Apoyé mi cabeza en la almohada y cerré los ojos, esperando a que Inga volviera del cuarto de baño. Pasaron diez minutos hasta que la puerta se abrió e Inga se metió en la cama. Conseguí estar tranquila.
Parecía una aventura. Todo lo ocurrido aquella noche parecía de ciencia ficción, y eso que nunca pensé en ser científica, porque no iba conmigo. Éramos como polos idénticos que no se podían repeler más. Sigo en busca de un polo opuesto que me atraiga, a nivel de cualquier tema. Saqué en claro muchos hechos a las dos y media de la madrugada, y el primero era que mi estancia en este orfanato no iba a ser fácil si tenía a Inga acechando. El segundo era que Will corría rápido, pero no tanto como yo. El tercero era que a Will le gustaba hacer una cosa que a mí también: observar las cosas grandes e increíbles. El tercero era que me gustaba el nombre de Will. El cuarto era que debía dejar de pensar en Will. El quinto era que tenía que llevar cuidado con mis manos y mi rodilla, y más con el bosque. El sexto era que los profesores duermen en las sillas del recibidor en las guardias nocturnas. El séptimo era que la posición de mi cama sí que era el sitio más iluminado de la habitación. Y el octavo era que este orfanato no estaba tan mal como pensaba.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Capítulo 4.



La puerta chirrió al abrirse. Todo el mundo calló, incluso Egon, el profesor de matemáticas. Anna entró en mi supuesta clase, y yo la seguí. Egon rompió el hielo que invadía toda la habitación.
Hola, señorita Meyer saludó a Anna mientras se dirigía desde su mesa hasta nosotras. Me comentó ayer Ludwig que iba a tener a una nueva alumna en mi clase comentó y me miró sonriente.
Con los huesos a punto de romperse, levanté la cabeza y no entendí el color de sus ojos. Podría jurar que no era un color corriente. Me recordaba a los gatos que se paseaban alrededor de mi pasada granja de Londres: tenían un aire felino y una forma alargada. Recordar las etapas de mi vida en las que la felicidad era parte de mi ser me tranquilizaba, pero la nostalgia siempre estaba abrazándome.
Egon sonrió y su mellada dentadura hacía daño a los ojos.
Bienvenida, señorita Johnson dijo Egon con aire alegre. Será todo un placer tenerla en clase. Llega justo a tiempo para aprender lo que son las funciones. Tome asiento, por favor.
Egon y Anna empezaron a entablar una conversación sobre un niño y una brecha que me interesaba más que las nombradas funciones, pero aún así, miré hacia mis compañeros, porque era lo que debía hacer. Entre algunos de ellos había sitios libres, pero no me decantaba por ninguno. La indecisión es la mejor excusa que se le puede poner al miedo, y me convencí a mí misma de ello. Había un sitio libre a la izquierda de la clase, entre un chico parecido a Bean (esa silla era demasiado pequeña para su culo) y una chica con el pelo cortado en forma de seta, e intenté no reírme de su situación. Cuando dirigía mi mirada hacia el siguiente sitio, una chica levantó sigilosamente la mano para llamar mi atención. Tenía los ojos increíblemente azules, tan azules que podías nadar o volar en ellos. Unos labios finos, una nariz ligeramente puntiaguda y un pelo que parecía oro. Con los dedos me hizo un gesto bastante incomprensible, pero creía que me estaba ofreciendo el sitio libre de su derecha, así que caminé hacia él. Me senté entre la chica de ojos azules y un chico con el pelo rubio, tan corto que no parecía que tuviera pelo. Este último me lanzó una mirada parecida a la que echa un cerdo cuando le arrebatan su comida, y lo gracioso de la comparación es que realmente parecía un cerdo, ya que tenía la nariz ancha y para arriba. No me cayó muy bien.
Desvié la mirada, porque estaba más incómoda de lo que ya estaba al principio, y seguro que eso no era del todo saludable.
Bienvenida a la cárcel Pankow me dijo la chica de los ojos color cielo. Me llamo Beate.
Me sonrió y miró hacia delante. Egon y Anna habían finalizado su conversación, y Egon tenía intenciones de seguir con la clase.
Señorita Johnson, tiene una libreta y una pluma debajo de su pupitre alzó la voz para que consiguiera escucharle. Sigamos con la clase anunció, y escribió en la pizarra “LAS FUNCIONES”.
Y así era. Cogí la libreta, la pluma y la tinta, me preparé todo encima de la mesa y empezó mi primera clase en este orfanato. Nadie habló (excepto el profesor) durante la media hora que quedaba de clase. Aquí todo el mundo parecía tener miedo a la libertad de expresión. No lo sé, eso parecía. Las funciones se me daban bien, así que parecieron cinco minutos en vez de media hora. Después tuvimos clase de alemán, que era dirigida por una profesora llamada Gesine, que tendría más de cincuenta años y, como ella misma comentó, deseaba jubilarse. Aprendí más sobre matrimonios y zapatos caros que de alemán, porque así, en ese orden, daba las clases Gesine. En primer lugar, empezaba contándonos que su matrimonio no era sincero o real y, después, justificaba la decadencia de su este diciendo que la culpa la tenía su marido, porque no le regalaba unos zapatos que solo podría comprar si vendiera un ojo de la cara. Durante la clase, Beate me contó que Gesine era la persona más egocéntrica, manipuladora y aburrida que había conocido hasta ahora, y de momento lo creí. Cuando la vi por primera vez no me dio buena impresión, pero aseguré que el mundo podría seguir actuando como mundo sin su existencia cuando terminó la clase.
A lo largo de esta hora y media, Beate me había parecido simpática y alegre, aunque era algo tímida. Aunque, siendo sinceros, no sabría decir si era tímida o solo estaba incómoda. Me presentó a varias compañeras más, las cuales todas tenían mi aprobación, exceptuando a una de ellas, que se llamaba Inga y era tan agradable como su nombre. Parecía la típica chica que solo busca problemas, de las que piensan que son el centro del mundo y que todos nosotros tenemos que arrodillarnos ante ellas mientras cantamos lo bellas y buenos ejemplos a seguir que son. Inga era de todo menos guapa, sociable y simpática. No me gustaba, y por su expresión al verme parecía que yo a ella tampoco, así que lo mejor sería que ignorara su presencia.
Beate también me presentó a un chico, que parecía más mujer que hombre. Se puso muy contento al verme y me recibió con besos en las mejillas, un acto poco común en los alemanes. Él mismo dijo que se llamaba Alaric, pero no comentaré como es porque no tuve tiempo a saber algo sobre él de lo que estuviera segura.
Eran las tres de la tarde, lo que quería decir que se habían acabado las clases por hoy y tocaba comer, así que nos dirigimos al comedor Beate y yo mientras conversábamos animadamente sobre la personalidad de Inga.
Cuando entramos por la puerta, nos dirigimos hacia la barra del comedor después de coger una bandeja. Lo típico: vas caminando al lado de ella mientras te sirven la comida que toca en el plato. Mientras nos servían, un grupo de chicos que no tenían nuestra edad (lo sé porque no iban a mi clase y porque no parecían más pequeños que nosotras), que estaban en frente nuestro, empezaron a hablar de mí, aunque no se dieron cuenta de que estaba al tanto de su conversación. Beate me contó que lo formaban cinco chicos con un año más que nosotras, los cuales se llamaban Emil, Johann, Otis, Verner y Will. Al parecer, en esta ocasión, Will no estaba presente.
Dicen que es londinense susurró Verner. En su antiguo colegio tenía matrícula de honor en inglés, aunque no me extraña.
¿Pero nació en Alemania? preguntó Otis.
Sí, obviamente, sino estaría en un orfanato de Londres, imbécil contestó Verner, y yo reí por dentro.
No es para nada fea comentó Johann en voz baja mientras me hacía un “escáner” de reojo. Joder, un cuerpazo para los quince años que tiene.
Aclaración: no me lo tomé como un halago, porque yo no era nada de lo que decían.
Créeme, nos hemos dado cuenta dijo Verner manteniéndole la mirada.
¡Mirad, por ahí viene el desaparecido! ¡Eh, Will, ven aquí! exclamó Otis, y pude volver a sentirme cómoda.
Un chico pasó por mi lado, y el olor a pino que dejaron sus pisadas era demasiado reconocible. No tuve la oportunidad de verle la cara, ya que en un instante empezó a hablar con sus cuatro amigos, que ya no susurraban, y me daba la espalda.
¿Por qué no has venido a clase? preguntó Otis.
Me desvelé de madrugada y estuve dando vueltas contestó Will. No quería ir, y hasta ahora.
Tenía una voz grave, pero no excesivamente. Era penetrante y clara. Tenía un toque sensual que llamaba mi atención como el olor a pino. Sí, era desgarradoramente sexy.
¿Te han dado la típica charla, no? preguntó Johann.
Sí, pero esta vez me ha pillado la de dibujo, así que no se puede considerar una charla.
Tienes una suerte de cojones, capullo dijo Verner, y le propinó un golpe en forma de puñetazo en el hombro. Will se giró y empecé a rezarle a los dioses para que no se hubiera dado cuenta de que estaba escuchando todo.
Tenía los ojos verdes como la hierba, que transmitían más esperanza que el aire frío; unos labios gruesos y agrietados, el pelo castaño, con un aire alborotado; era alto y ligeramente musculado, con un cuello más tenso que mi persona.
Volvió a girarse hacia sus amigos.
¿Quién es? susurró en un tono casi inaudible.
Es nueva, ha llegado hoy. Solo sabemos que vivió hasta los diez años, más o menos, en Londres y que no tiene padres contestó Johann. Bueno, y que está muy buena.
Johann rió y los demás, excepto Will, que se limitó a mirar por encima de ellos, se rieron con él.
¿No sabéis como se llama? preguntó Will.
No, qué va. Pregúntale a alguna de su clase, tío, babean al verte dijo Verner. Te resultará fácil.
Venga, vamos a comer —finalizó Otis la conversación.
Beate y yo pasamos toda la comida hablando sobre los perros que se pasean por el exterior del orfanato. Al parecer, no son salvajes, sino que son lo suficientemente dóciles como para acariciarles durante un rato, aunque cogerles en brazos sin salir ileso resulta imposible. Beate contaba anécdotas que sucedieron con estos y yo me reía, aunque no me hicieran gracia. No es que no fueran graciosas, sino que mi mente había volado a otra parte. Tenía demasiados temas por los que preocuparme que reírme parecía una pérdida de tiempo. No podía parar de pensar en mi padre, en Marcus, en las escaleras sin barandilla, en los ojos de Will, en mi falda demasiado corta, en que este era mi nuevo hogar (aunque no lo considerara un hogar), en el mar, en el mal humor de Inga… Era una lista infinita de preocupaciones a las que no les encontraba una solución o una vía de escape. Pensar se me daba demasiado bien, y ese era el problema. Nos preocupamos de la gente que tendríamos que ignorar, cuando nuestro principal enemigo está en nosotros mismos. Nuestras pupilas contienen un relieve de gato negro, pero siempre he pensado que la vida es mejor con palabras de suerte. Aunque la suerte es muy relativa. Somos nuestra propia suerte.

sábado, 2 de agosto de 2014

Capítulo 3.


Dormí. Esa noche dormí. No estaba segura de si era por el cansancio acumulado o por las ganas de evadirme del mundo (esa noche en especial, aunque casi siempre quería hacerlo), pero dormí. Y dormí bien hasta que Flora entró en mi habitación cual terremoto y me ordenó que 1) despertara, que 2) ordenara la habitación en cinco minutos y que 3) cogiera todas mis cosas (todas mis cosas era mi maleta) y bajara a disfrutar de mi último desayuno en esta casa. No me dio tiempo a pensar si iba a disfrutar de un desayuno descomunal o fuera de lo normal, ya que en unos instantes estaba sentada en la mesa de la cocina comiendo los típicos y rutinarios cereales bañados en leche mientras observaba las feas y poco originales flores de plástico. Definitivamente, odiaba la monotonía.
La familia feliz no tardó en aparecer.
—¡Buenos días, July! —dijo Marcus, y me dio un beso en la frente que no me gustó.
—Días —le corregí.
Nunca había entendido porque la gente daba los “buenos días”. Para empezar, los días no se daban y, finalmente, la mayoría de las veces no eran buenos, ya que más del cincuenta por ciento de la población alemana se levantaba con el pie izquierdo, aunque intentaran mostrar lo contrario porque, ese tanto por ciento, era igual de orgulloso que idiota.
—Te echaremos de menos, cielo —dijo Flora, manteniéndome la mirada. Aquello era la guerra.
—Una pena que yo no pueda decir lo mismo —dije, y me acordé de Colin.
—No seas así, Julia. Nosotros te hemos cuidado mucho.
—Si por “cuidar mucho” te refieres a “hacer de mi vida un infierno adornado con estúpidas flores de plástico” —y le di un manotazo a las flores—, por supuesto, me habéis cuidado mucho.
—Por estos actos de rebeldía te marchas —explicó Flora—. Eres injusta.
Entonces comencé a pensar en la injusticia y en mi padre, y la idea de que era una persona injusta la descarté por completo. No entendía muy bien lo que era la rebeldía, así que no presté atención a ese comentario.
—Sinceramente, quiero marcharme, Flora. No te daré el placer de pensar que no quiero dejar atrás esta casa, porque es lo único que verdaderamente me importa —dije la verdad.
—Pues entonces date prisa en acabar de desayunar —dijo mirándome fijamente—. En unos minutos te recogerán.
Y era verdad. En un cuarto de hora estaba sentada encima de mi maleta, en la puerta de mi casa, esperando a que “me recogieran”.
Bean se acercó a mí sigilosamente.
—Se supone que estoy en el baño —dijo nervioso.
—Anda, ven aquí.
Le abracé lo más fuerte que pude. Mis brazos empezaron a temblar por el exceso de fuerza. Sabía que era yo la que necesitaba un abrazo y no él. Era el único abrazo que iba a recibir en muchísimo tiempo, y Bean era lo más parecido a una “persona que me quería” que tenía.
—Tengo que irme ya, Julia. Estoy haciendo deberes con mi madre —dijo, y yo le solté.
Estaba haciendo deberes con Flora. Ella era su madre. Estaba decepcionada, pero tenía ocho años.
—Te echaré de menos, Bean —susurré y sonreí—. Ahora vete, venga.
Dio media vuelta y fue corriendo hacia la sala de estar. Supe que esa era la última vez en la que vería a Bean. No sentí nada. No tenía familia y creía que ya era hora de asimilarlo.
Marcus apareció y abrió la puerta de la calle. Detrás de esta, en la acera de enfrente, estaba aparcado un coche negro, y dentro nos esperaba Colin El Desgraciado.
—Vamos, Julia —ordenó Marcus.
El trayecto hasta el orfanato de Pankow duró una hora (teniendo en cuenta el tráfico y una parada en una gasolinera para que Marcus hiciera sus necesidades). Me limité a mirar los árboles que había a nuestro alrededor, y entonces me di cuenta de que la belleza es algo que pasa rápido. Por eso me gustaban los viajes en carretera: eran bellos, pero rápidos y reales. Cuando llevábamos aproximadamente la mitad del trayecto, empecé a sentir una impotencia descomunal; escuchaba música con letras que no entendía, y no por el idioma, sino porque hablaban del amor y del desamor, de la belleza y de la rebeldía. Y yo no era una enterada en esos temas. Algunas letras eran bonitas y estaban llenas de alegría, pero podía sentir la tristeza del artista al cantar las demás. Supongo que el amor no solo se tiene que disfrutar, sino que también tienes que sufrirlo. El amor no es un noviazgo, ni siquiera una relación de verano; el amor está por todos lados. El amor habita en las sonrisas, en cada mirada al cielo, en las gotas de lluvia, en la comisura derecha de los labios, en las palmas de las manos, en el mar, en los gorriones, en el recuerdo de mi padre, e incluso en los abrazos de Bean. El amor estaba por todas partes, pero creo que solo lo ve la gente que no sabe lo que es. Gente como yo.
Abrí la puerta del coche cuando este paró. Se me llenó la suela de los zapatos de barro, y esa era toda la suerte que iba a tener. El orfanato era grande y estaba rodeado de rejas de hierro (literalmente) un metro más altas que yo. Entre el edificio y las rejas había un gran espacio de tierra con algún que otro árbol plantado. Por fuera, todo era bosque y montaña. Solo se veía un camino de tierra lisa, y era por donde había venido yo. «Al menos hay buenas vistas», pensé.
En la puerta había una especie de guardia, aunque tuviera pinta de barrendero. Nos abrió la puerta y recorrimos El Enorme Espacio. Mientras caminaba hacia la puerta de entrada del orfanato, observé a todos los niños y adolescentes que estaban por la tierra sentados o de pie, al igual que ellos me observaban a mí. Había de todas las edades: un niño de unos ocho años mirando mis zapatillas, dos chicas de, probablemente, mi edad hablando en susurros sobre mi peinado (se basaba en una melena con algunas ondulaciones, aunque nunca lo llevaba separado en dos partes; siempre lo echaba hacia atrás con la mano), dos chicos que habían parado de jugar al fútbol para hablar de mi culo… Pero al fin y al cabo, todos iguales.
Tragué saliva y me adentré en el orfanato seguida por mi tío Marcus y Colin El Desgraciado. El suelo estaba lleno de baldosas viejas de color marrón claro y las paredes estaban pintadas de un blanco nuclear que hacía daño a los ojos. Había muchas ventanas y muchas escaleras. Era extraño, porque a las escaleras no les rodeaba ninguna barandilla, y entonces pensé en todos los niños que se habrán abierto la cabeza por este mismo hecho. Caerse resultaba especialmente fácil, y recuperarse de la caída especialmente difícil.
Se nos acercó un hombre mayor con el pelo blanco, barba blanca, y unos dientes no tan blancos con separación entre las palas.
—Buenos días, señor Johnson —dijo mencionando el apellido de mi padre, el de mi tío y el mío—. Encantado de conocerle —se estrecharon las manos—. Me llamo Johann Müller. Soy el director del orfanato… ¿Julia? Sí, Julia, quiero que sepas que aquí vas a estar muy bien cuidada.
Y sonreí, porque ese señor no tenía la culpa de mi desastre llamado “vida”.
Marcus, Colin El Desgraciado y el señor Johann se metieron en un despacho (el despacho del director), mientras que yo estaba obligada a quedarme esperando en una de las sillas del recibidor del orfanato. Cuando salieron, mi tío se limitó a despedirse de mí e irse.
—Aquí vas a estar segura, Julia. Te lo digo en serio —sonó como una promesa que ya estaba rota—. Pórtate bien, por favor, y cuídate mucho —dijo, y me abrazó.
No me opuse, porque ya no me quedaban fuerzas para oponerme a nada. Solo quería estar sola y que el tiempo pasara muy rápido.
—Tengo que irme, Julia —comentó y se separó de mí—. Hoy trabajo y solo me he tomado tres horas libres.
—No te preocupes —mentí, porque quería que se preocupara.
—Escucha, ahora vendrá una profesora y te enseñará tu habitación. El señor Johann dice que el orfanato tienes que ir conociéndolo tú misma, que es como una tradición aquí o algo así, y que por eso no te hacen una visita guiada. Tienes clases de siete de la mañana a tres de la tarde cinco días a la semana, con un espacio de media hora para tomar un descanso. Me ha dicho que tus compañeras y compañeros te explicarán como funcionan las clases para que te adaptes al lugar —me explicó—. Por Dios, Julia, sabes cuidarte. Hazlo —me ordenó y volvió a abrazarme.
—Puedes irte ya, Marcus. Puedo imaginarme como funciona esto.
—Vendré a verte una vez al mes —prometió.
—Está bien.
—Vale. Genial. Adiós, Julia —dijo caminando hacia la salida—. Cuídate mucho. Hazlo.
Me señaló con el dedo índice y salió por la puerta junto a Colin El Desgraciado. Lo último que vi de él fue un dedo apuntándome.
Esperé cinco minutos sentada en la misma silla, que ahora era “la silla de siempre”, hasta que una mujer (bastante joven para la gente que se veía por aquí) se acercó a mí. Tenía los ojos azules y una voz tan dulce que apostaba que, si su voz fuera una comida, sería un algodón de azúcar rosa.
—Hola, Julia, me llamo Anna Meyer. Soy tu profesora de dibujo y, bueno, me han ordenado que te lleve hasta tu habitación, pero estoy encantada de hacerlo —dijo, y ella era igual de dulce que su voz.
—Hola. Yo… creo que ya sabes como me llamo —dije con una sonrisa un poco forzada.
—Sí, así es. Aquí las noticias vuelan, ¿sabes?
—He volado y no me he dado ni cuenta —dije y se rió.
—Vamos, te llevaré hasta tu habitación, aunque técnicamente no es tu habitación —me miró mientras subía las escaleras sin barandilla—. Compartes habitación con otras dieciséis chicas de tu edad. Van a tu clase.
Mientras caminábamos por pasillos blancos con baldosas rotas, me contó que las habitaciones se dividían por curso. Cada curso tenía una clase, y esa clase tenía dos habitaciones: una para chicos y otra para chicas. Las dos habitaciones estaban una enfrente de la otra, separadas por un pasillo y puertas cerradas. No había literas, que habría sido lo más práctico, sino que eran filas de camas pegadas a cada pared de la habitación. Cuando llegué a la mía, vi que eran camas viejas, con colchones viejos y cabezales de madera bastante bonitos para una cama tan horrorosa. No había nadie en la habitación.
—Deja tu maleta encima de esta cama —dijo señalando la tercera cama de la fila de la izquierda. Cada cama tenía una mesa al lado derecho con tres cajones dentro. No estaba tan mal—. En el primer cajón de tu mesa hay un uniforme que espero que sea de tu talla. Esperaré fuera mientras te lo pones. Date prisa.
No me dio tiempo a opinar, porque Anna ya había cerrado la puerta de la habitación antes de que pudiera decir nada.
Abrí el primer cajón de mi supuesta mesita, y dentro había una falda de cuadros; cuadros de un tono azul oscuro, de otro tono azul claro, y después pasaba directamente al blanco nuclear. También había una camisa blanca, unos calcetines que cubrían todo el gemelo y, debajo de la mesa, descansaban unos zapatos color azul oscuro. Cuando me puse todo, en un principio, pensé que era de mi talla, pero la falda me quedaba por encima de las rodillas y, en ese momento, supe que tendría que tener cuidado al agacharme. Salí de la habitación después de suspirar unas cuantas veces. Fuera esperaba Anna apoyada en la pared.
—Estás muy guapa. Eres muy guapa. Te queda muy bien —me halagó y me sonrió—. Vamos, sígueme, tengo que llevarte a clase.
—¿A clase? —pregunté alterada—. No tengo libros, ni libretas, ni siquiera tengo un lápiz.
—Te lo dará todo el profesor de Matemáticas: Egon. Siempre tenemos material de repuesto para gente nueva —explicó—. Venga, vamos, Julia.
Fui detrás de ella hasta otro pasillo (que no era de habitaciones, sino de clases) lleno de puertas con una pequeña cristalera rectangular en ellas. Encima de cada puerta estaba escrito a mano y con pintura roja el curso al que pertenecía la clase. Anna se paró delante de una de las puertas. Encima de ella se leía “9. Klasse”. Por alguna razón estaba escrito en alemán. Supuse que llevaría escrito ya muchos años. Aquí las cosas se escribían en inglés y todo el mundo hablaba inglés, porque era el mejor método de enseñanza. «Menos mal», pensé.
—Voy a caer mal a todo el mundo —susurré para mí más que para cualquier otra persona, mientras miraba a todos mis compañeros por el pequeño cristal rectangular.
—A mí me gustas —confesó Anna, y posó su delgada y pálida mano encima de mi hombro.