El
toque de queda nocturno era a las nueve y media. Beate me había contado esa
tarde que alguna vez se había visto a un estudiante intentando escaparse o
andando por los pasillos del orfanato pasadas las nueve y media. El castigo que
se imponía a estos actos de desobediencia podemos resumirlo en la limpieza de
más de medio orfanato. Barrer cada esquina, limpiar las grandes cristaleras,
regar los árboles de El Enorme Espacio y múltiples tareas más. Si tenías
suerte, podías prestar ayuda en la enfermería durante una semana en vez de
acabar con un dolor de espalda terrible al cabo de cada día, pero aquí tu
suerte dependía de qué profesor estuviera de guardia esa noche.
A
las ocho y media entramos en 9. GIRLS, la habitación de todas mis compañeras
(incluida yo misma). Beate y yo estábamos sentadas encima de su cama, que
estaba al lado de la ventana, donde se podía ver todo el bosque y las luces de
una ciudad lejana.
—¿Me
cambiarías la cama? —pregunté directamente—. Verás, estas vistas me
tranquilizan.
—¡Claro!
—exclamó sonriente—. En realidad, me haces un favor, ¿sabes? No puedo dormir si
hay un rayo mínimo de luz y, siéndote sincera, este sitio es el más luminoso de
toda la habitación. Sea de noche o de día.
—Genial,
porque mi cama está a la izquierda de la de Inga y así no me tendré que
preocupar de si me quiere matar en sus sueños o no —bromeé y reímos juntas—. ¡Y
mucho menos de si ronca! —añadí y nos reímos más fuerte.
—¡Aquí
hay gente que intenta hablar de cosas importantes! —exclamó Inga desde la otra
punta de la habitación—. Dejaos las conversaciones de muñecas para otro
momento, idiotas.
Quería
gritarle al oído del mal que se tenía que morir, pero lo dejé pasar, porque no
llevaba razón en nada de lo que había dicho. Solo quería hacernos daño, pero al
igual que Beate (la conocía mucho más que yo y sabía actuar en consecuencia
mejor que yo) decidí ignorarla y reírme de nuevo.
Beate
y yo hicimos el cambio de camas, aunque no tardamos más de cinco minutos. Todo
lo que tenía era mi maleta, y resultó fácil cambiarla de un extremo a otro de
la habitación.
El
reloj marcaba las once y cuarto cuando dejé de examinar el bosque con la mirada
y me di cuenta de que todas mis compañeras permanecían dormidas. Al ser mi
primera noche en este orfanato no podía plantearme la idea de dormir, porque
sabía que todos mis intentos se convertirían en polvo. Me había acostumbrado a
la noche de la misma manera en la que te acostumbras al día. La única
diferencia es que la noche me entendía mejor que el Sol. No era una chica a la
que le gustaran las cosas brillantes o los arcoíris. Me decantaba por los
contrastes y el blanco y negro; los ojos oscuros y mi número trece. Y esa era
yo: la chica de manos limpias y ojos sucios.
Miré
hacia la ventana una vez más y pensé en escalar el árbol más alto y observar la
ciudad desde las nubes. Podía intentarlo, aunque fuera arriesgado. Me levanté
de la cama con sigilo y anduve hacia la puerta de la habitación. No cerraban
con llave, así que mi objetivo era que no chirriara al girar el pomo y, como la
mayoría de cosas que me proponía, fue en vano. Dos o tres chicas se sacudieron
en la cama, pero nadie se despertó. Aproveché el momento y salí de la
habitación lo más rápido que pude. Cerré la puerta detrás de mí y, con cautela,
me dirigí hasta el final del pasillo. Los pasillos contaban con dos luces
encendidas en cada uno. Era suficiente como para que viera a un profesor (aún
no me había dado clase) sentado en una de las sillas del recibidor. Oí desde lo
alto de las escaleras sus ronquidos y algo me decía que estaba a salvo.
Comencé
a bajar cuidadosamente cada escalón. No recordé que no poseía barandilla hasta
que, por accidente, resbalé con la esquina de uno de los escalones. Caí de tal
manera que mis dos piernas quedaron colgando donde se suponía que debería de
haber una maldita barandilla. Agarraba con fuerza el mármol de la escalera y
soportaba mi peso a duras penas. No iba a aguantar por mucho más tiempo y,
cuando me rindiera, recibiría bastantes horas duras de limpieza y algún que
otro rasguño. Con los dientes bien apretados, me decía a mí misma que lo que
debía hacer era concentrarme, pero mis ojos decidieron humedecerse y dirigir la
mirada hacia el suelo. Fue entonces cuando me sentí la persona más histérica e
inútil del mundo.
»Habría
aproximadamente tres centímetros desde mis pies hasta el suelo. Caí de pie,
como cabía esperar. Solté un suspiro que más bien parecía un bufido y continué
caminando. Una de las ventanas del recibidor que daban a El Enorme Espacio
estaba abierta, así que descarté la idea de intentar abrir la puerta de
entrada. Pasé una pierna al otro lado de la ventana y la otra le siguió. Me
quedé sentada en esta, esperando a que alguien viniera a decirme que todo iba a
estar bien, pero ese momento no llegó. Me impulsé hacia delante y, una vez
tocaba tierra firme, comencé a caminar con decisión hasta las rejas. Estas
formaban cuadrados entre ellas, lo cual resultaba fácil para alguien que quería
pasar al otro lado de ellas. Tal vez, demasiado fácil. Intenté maniobrar
rápido, así que escalé las rejas como si de una escalera se tratara.
»Estaba
ya al otro lado de la valla cuando se encendió la luz del recibidor. Corrí
hacia el bosque y nunca supe porqué se encendió aquella luz. Aquella noche era
oscura, pero había un cielo despejado y la luz de la Luna consiguió guiarme
hasta un punto bastante alto de la montaña. La oscuridad no me daba miedo, y
como había vivido gran parte de mi vida rodeada de bosque, aún significaba
menos para mí.
Estuve
un largo período de tiempo pensando en los demás; en los vivos, y en los
muertos también. Y en la familia que viviría en la casa más iluminada de
aquella ciudad, y en el sonido del movimiento de las hojas cuando hay viento. Este
se mezclaba con el frío de la noche y hacía que me estremeciera
involuntariamente. Necesitaba entrar en calor y me decanté por seguir subiendo
la montaña. Empecé a tararear la melodía de la canción que mi padre siempre me
cantaba cuando era pequeña, y comencé a llorar, pero no sollozaba, sólo caían
lágrimas que acababan en mis labios, rodeando cada nota musical que mis cuerdas
vocales producían. Unos cuantos metros más adelante, vi a alguien sentado en la
tierra del bosque. Estaba segura de que, desde su posición, se podría ver más
allá de Berlín. Empecé a caminar en esa dirección y, unos metros más atrás, me
escondí detrás del tronco de un árbol. Giró la cabeza con la mirada perdida y
pude ver que se trataba de Will sentado en lo alto de una montaña a la una de
la madrugada. Solía escaparse a menudo, por lo visto. Incliné mi cuerpo para tener
un campo de visión más amplio, pero perdí el equilibrio, y una rama crujió bajo
mis pies. Con impulso, Will se levantó y yo me escondí tras el tronco del gran
árbol de nuevo.
—¡Venga,
va, te he escuchado! —exclamó Will haciendo que se me agitara la respiración y
que mi corazón bombeara sangre con más rapidez.
Me
mantuve en silencio, intentando respirar en el tono más bajo posible. Oí como
caminaba.
—No
diré nada —dijo Will con más tranquilidad—. Soy un animal bastante dócil.
Pensé
en salir de mi escondite y decirle que me llamaba Julia Johnson, pero no lo
hice. No le conocía y, por consecuencia, no sabía como actuaría.
—Está
bien —finalizó Will—, como prefieras. Me sentaré aquí de nuevo —dijo y escuché
su cuerpo caer en la tierra húmeda—, como siempre he hecho, y me dedicaré a
contemplar la belleza de Berlín.
Dejé
que pasaran unos cuantos segundos para ver si era como él había dicho, y fue
sincero. Empecé a dar pasos lentos en dirección contraria, pero me tropecé con
una rama gruesa de un árbol, cayéndome al suelo y haciéndome heridas en la
rodilla derecha y en las palmas de las manos. Me levanté con agudeza. El sonido
que se creó cuando mi cuerpo cayó fue fuerte y llamó la atención de Will.
—Eh,
¿estás bien? —preguntó y yo empecé a caminar con ligereza—. ¡Espera!
Comencé
a correr lo más rápido que mis piernas me permitían y Will me siguió. Tenía
miedo de que me alcanzara, pero era rápida y sabía mantener el ritmo.
—¡Joder,
menuda manera de correr! —exclamó detrás de mí.
Por
su voz, supe que estaba empezando a cansarse y que le llevaba bastante ventaja,
pero, aún así, no podía permitirme parar.
—¡Está
bien, tú ganas! —exclamó y nos detuvimos al mismo tiempo—. ¡Pero voy a saber
quién eres tarde o temprano! ¡Qué tía más rara! —rió, y fue inevitable que me
contagiara la risa.
Bajaba
la montaña intentando recuperar la respiración. Pensé que fui valiente, porque
corrí en vez de quedarme petrificada y perpleja. Decidí en treinta segundos
darle intriga al momento en vez de dejar que Will viera mi cara roja e hinchada
por las lágrimas. Me pareció un chico interesante, pero no estaba entusiasmada
por conocerle. La confianza es algo que se pierde con facilidad, y yo dejé de
creer en ella cuando todos los de mi alrededor me fallaron. Me planteé la idea
de los imposibles.
Llegué
hasta las rejas del orfanato. Antes de comenzar a escalarlas y pasar al otro
lado de ellas, ojeé todo mi alrededor para comprobar que la única persona que
había por allí era yo. Mis manos ardieron cuando agarré las barras de hierro.
Las palmas de estas tenían arañazos y cortes. Reprimí el dolor con un gruñido y
conseguí saltar las rejas. Caminé hasta la ventana por la que había salido
antes, que seguía abierta, y vi como el profesor continuaba durmiendo. Entré en
el orfanato como había conseguido salir y empecé a subir las escaleras con más
cuidado del que tuve cuando las bajé. Llegué al pasillo donde estaba mi
habitación y me dirigí al cuarto de baño. Encendí la luz y oí como alguien
estaba meando. Hice una mueca al respecto y me puse delante del espejo. Tenía
el pelo alborotado y la cara sudorosa, lo cual hacía que estuviera horrible. Me
aseé y limpié las heridas de mis manos y de mi rodilla con agua y jabón. Dolía
y escocía, pero no me importaba, porque tenía más cosas en la cabeza por las
que preocuparme. Cuando estás lleno de heridas internas, un rasguño físico no
significa nada para ti, y menos para los demás.
Inga
salió de uno de los baños individuales que tenía a mis espaldas. Estaba despeinada
y, por su bostezo, parecía tener sueño.
—Hombre,
la mosquita muerta amiguita de Beate —dijo acercándose a mí.
—¿Qué
quieres, Inga? —pregunté.
—¿De
dónde vienes?
—De
la habitación. Me he desvelado.
—No
me mientas, bonita, no estabas allí —dijo mientras negaba con la cabeza—. Te lo
preguntaré una vez más: ¿de dónde vienes?
—No
te importa —sentencié.
—La
verdad es que sí que me importa, porque quiero tener mucho cuidado contigo.
—¿Soy
una amenaza para ti? —pregunté alzando una ceja.
—Para
nada, niña patética que sólo intenta dar pena —canturreó intentando ofenderme.
—No
me conoces de nada.
—Tampoco
me hace falta. Es mejor prevenir que curar.
—Estoy
de acuerdo, así que lo mejor será que me vaya.
Anduve
hasta la puerta del aseo y, cuando la abrí, Inga dijo en un tono bastante alto:
—Ten
cuidado conmigo, Johnson.
Suspiré
y salí del cuarto de baño. Apoyé mi espalda en la puerta y respiré
profundamente, intentando sacudir toda la tensión que llevaba encima. Empecé a
masajear mi nuca cautelosamente, porque no quería hacerme daño en las manos.
Impulsé todo mi cuerpo hacia delante y me obligué a irme a la cama. Entré por
la puerta de la habitación y todas mis compañeras seguían durmiendo. Miré todas
y cada una de las caras, e incluso me reí con algunas. Me tumbé en la cama, con
la sábana tapándome. Apoyé mi cabeza en la almohada y cerré los ojos, esperando
a que Inga volviera del cuarto de baño. Pasaron diez minutos hasta que la
puerta se abrió e Inga se metió en la cama. Conseguí estar tranquila.
Parecía
una aventura. Todo lo ocurrido aquella noche parecía de ciencia ficción, y eso
que nunca pensé en ser científica, porque no iba conmigo. Éramos como polos
idénticos que no se podían repeler más. Sigo en busca de un polo opuesto que me
atraiga, a nivel de cualquier tema. Saqué en claro muchos hechos a las dos y
media de la madrugada, y el primero era que mi estancia en este orfanato no iba
a ser fácil si tenía a Inga acechando. El segundo era que Will corría rápido,
pero no tanto como yo. El tercero era que a Will le gustaba hacer una cosa que
a mí también: observar las cosas grandes e increíbles. El tercero era que me
gustaba el nombre de Will. El cuarto era que debía dejar de pensar en Will. El
quinto era que tenía que llevar cuidado con mis manos y mi rodilla, y más con
el bosque. El sexto era que los profesores duermen en las sillas del recibidor
en las guardias nocturnas. El séptimo era que la posición de mi cama sí que era
el sitio más iluminado de la habitación. Y el octavo era que este orfanato no
estaba tan mal como pensaba.