Desde pequeña
siempre había sido rápida. Mi familia me solía llamar “liebre” y sinónimos
varios. No era de extrañar que fuera más rápida que Will bajando la montaña o
que ganara la carrera que hicimos en la escuela cuando yo tenía solamente siete
años. Nunca he hecho otro ejercicio que no sea correr o jugar al ajedrez, así
que con la práctica acabé siendo una gran corredora y pensadora, yendo siempre
por delante de los demás.
Bajábamos pues las escaleras yo, Beate
e Inga, respectivamente; no cometería una salvajada como poner un “yo” delante
de las demás personas si no tuviera una explicación razonable. Siempre yendo
por delante. Al llegar a la puerta principal del orfanato, ya en el último
piso, me paré bruscamente al ver que El Enorme Espacio estaba lleno de policías,
profesores y ambulancias, chocando así Beate con mi espalda, e Inga con la de
Beate.
—¿Qué demonios haces, Julia? —preguntó
Inga en un tono tan bajo que parecía un grito.
—No podemos pasar por aquí —dije—. Nos
pillarán.
Nos mantuvimos observando la multitud
que allí se encontraba, esperando la ocasión perfecta, para llegar hasta la
ambulancia, que nunca llegó. Empezábamos a estresarnos.
—Podemos ir por detrás —anunció Beate—.
Mirad, la ambulancia está metida de culo en el callejón que da a la parte de
atrás. Nos meteremos por las puertas traseras.
—Va a salir mal —dijo Inga.
—¿Tienes algo mejor? —pregunté e Inga
guardó silencio—. Pues vamos.
Nos dirigimos a la puerta trasera del
orfanato. Beate lideraba la fila, ya que había sido su idea y yo no conocía
todavía muy bien los secretos del orfanato. Al llegar a esta, echamos un
vistazo al exterior para comprobar que no había nadie que pudiera frenarnos y,
al afirmarlo, seguimos nuestro camino en dirección a las puertas traseras de la
ambulancia, a las cuales conseguimos llegar burlando a unos policías.
—Ábrelas —me ordenó Inga.
Después de mostrarle una sonrisa sarcástica
acompañada de mis ojos achinados a Inga, tiré de la manija, abriendo así las
puertas de la ambulancia. Con impulso, subí a esta, seguida por Beate e Inga, y
cerré sus puertas a continuación. El cuerpo de Marie seguía metido en una bolsa
de plástico, encima de una camilla. Desde la ventana del cuartucho en el que
tuvimos la reunión todos los miembros de El Hexágono hacía unas horas, el cual
aún no tenía nombre, vimos como metían el cuerpo en esta ambulancia. No había
tiempo para ponerse a pensar en si estaba lo suficientemente preparada para
volver a ver a Marie sin vida, sin el típico brillo en sus ojos azules. Por
estadística, sabía que no iba a estarlo, porque una herida tan profunda como
una muerte sana en meses, no en dos horas. Mentira, rectifico: no hay
suficiente tiempo en una vida, ni en el más allá, para sanar una muerte ajena.
Era frustrante pensar en las muertes que había vivido solo con quince años. El
dolor que acompaña una muerte es injusto, porque no cargan con él aquellos que
se han ido, sino los que se quedan.
Cuando Inga dirigía su mano hacia la
cremallera para comenzar a bajarla, un enfermero abrió las puertas de la
ambulancia y, por su expresión, no se esperaba ver a tres adolescentes dentro
del transporte que conducía.
—¡No podéis estar aquí! —exclamó
subiendo a la ambulancia—. Os voy a llevar con vuestro director, a ver qué
opina él de vuestra rebeldía.
El enfermero me agarró fuerte del
brazo, estirando de él, intentando sacarme de su ambulancia.
—Verá, señor —dijo Beate—, creo que
usted no quiere hacer esto.
—¿¡Estás de broma, niña!? —exclamó el
enfermero—. ¡Fuera de aquí ahora mismo!
—Yo nunca bromeo —dijo Beate en un
canturreo, encogiéndose de hombros.
Sujetó el brazo izquierdo del
enfermero, el cual sujetaba el mío. Su mano se abalanzó sobre su cuello, apretándolo
con dos dedos. En cinco segundos aquel hombre se hallaba inconsciente en el
suelo.
—¿¡Lo has matado!? —preguntó Inga
alterada.
—Qué va —contestó Beate—, solo ha
perdido la conciencia por un rato. Se llama “llave del sueño” —explicó Beate—.
Tienes que apretar el seno carotídeo durante cinco segundos y conseguirás…
bueno, esto.
—¿Cómo coño sabes tú eso? —preguntó
Inga.
—¿Qué? —dijo Beate frunciendo el ceño—.
Me gusta Biología.
—Increíble —dije riendo, y Beate mostró
una de sus sonrisas.
Miramos las tres al enfermero bufamos.
—No tenemos mucho tiempo —dijo Beate.
Asentí con la cabeza mientras que Inga
comenzaba a bajar la cremallera que cerraba la bolsa en la que estaba metido el
cuerpo inerte de Marie. Le habían cerrado los ojos, pero su piel cada vez
estaba más pálida. Sacudí mi cuerpo y comencé a buscar alguna pista que hubiera
dejado el asesino en el cuerpo de Marie, que permanecía frío y aterrador. No
encontramos nada que no fuera tierra y un pañuelo en su bolsillo derecho.
—Nada —dijo Beate.
—Nada —anunció Inga.
—Nada —finalicé yo.
Esperamos unos segundos, manteniendo la
esperanza de que se levantaría bostezando, como siempre hacía, y nos daría los
buenos días mientras se frota los ojos. Seguiría oliendo a vainilla y teniendo
la mirada más cristalina que había visto en mi vida. Pero no existe la
resurrección, al igual que no existe humano al que no le quede una pizca de
esperanza.
Finalmente, nos rendimos. Comencé a
subir la cremallera de la bolsa y, cuando mi mano estaba paralela a su cuello,
me di cuenta de que a este le rodeaba una cadena que, parte de ella, seguía
metida por debajo de la camiseta del chándal del orfanato que vestía Marie. La
saqué con cuidado y, de esta, colgaba un colgante con forma de cubo, al parecer
de plata.
—Eh, mirad —llamé a Beate y a Inga.
Desabroché la cadena y la separé del
cuello de Marie. Sostuve la cadena en alto, rotando así, en el aire, el
colgante.
—¿Qué creéis que es? —preguntó Beate.
—Un collar —contestó Inga.
—Me refiero a su significado, idiota —protestó
Beate—. Ya sé que es un collar.
—Podríamos enseñárselo a los chicos —propuse—.
A lo mejor, ellos saben la respuesta.
—Guárdalo tú —ordenó Inga.
Metí el colgante en el bolsillo derecho
de mi pantalón corto y terminé de cerrar la cremallera. Suspiré.
—Vámonos de aquí antes de que este se
despierte —dije.
Abrí una de las puertas traseras de la
ambulancia unos centímetros. Fueron los suficientes para ver que la parte de
atrás del orfanato permanecía desolada. Empujé la puerta y comenzamos a salir
una por una de la ambulancia. Después de cerrar la puerta trasera, comenzamos a
correr, haciendo el mismo camino anterior, con una sola diferencia: esta vez
era de vuelta, era al revés.
Subiendo las escaleras me choqué con
alguien. Por un momento, pensé que me caería por el abismo que había al lateral
de las escaleras, pero, por suerte o por desgracia, no fue así, ya que Verner
(la persona que casi me mata) me agarró por la cintura, salvándome de la caída
inevitable. Fue extraño y emocionante sentir su aliento tan cerca del mío y su
trabajado torso, casi más tenso, fuerte y rígido que el de Will, pegado a mi
tronco. Tragó saliva y le noté nervioso.
—¿Estás bien? —me preguntó Otis, que
estaba detrás.
Me separé de Verner y este comenzó a
mirar a todos lados.
—Sí, sí —contesté.
—Perdona —se disculpó Verner—, es que
no te he visto.
—Ha sido mi culpa, iba corriendo —dije
sonriendo.
Verner me sonrió y dejó atrás toda su
humildad volviendo a ser el tipo serio, firme y soso de cada día.
—¿Habéis encontrado algo? —preguntó
Will. No había sido consciente de su presencia hasta ese momento.
—Vamos arriba —dijo Beate.
Sentía algo poco común en la seriedad
de Will, así que, mientras subíamos las escaleras, mantuve una pequeña
conversación con él. Apoyé las manos en sus hombros de forma graciosa, y supe
que sonrió.
—¿Cómo estás? —le pregunté cerca del oído.
—Bien —respondió—. Algo aturdido.
—¿Por qué aturdido? —pregunté sin
pensar—. Oh, ya… perdona, soy idiota.
Will rió negando con la cabeza y
mirando al suelo, como me encantaba que hiciera. Me puse a su lado y rodeé su
brazo con el mío, apoyando mi cabeza en su hombro.
—Me siento muy impotente, ¿sabes? —confesó
Will.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque pensaba que todo esto había
acabado y que podría protegerte, pero ahora no puedo. No puedo asegurar tu vida
siquiera. Es una mierda.
—Bueno, ni yo la tuya. Ni la de ninguno
de ellos —dije mirando a los componentes de El Hexágono.
—Creo que yo se apañármelas solo, J —dijo
riendo.
—Y yo también. Te sorprendería de las
cosas de las que me puedo librar.
—¿En serio?
—Por supuesto —finalicé—. Es más, si
estoy dentro de todo esto, es por alguna razón, listillo. Por lo que he visto,
aquí cada uno subsiste a su manera, Will.
Giró la cabeza hacia mí y noté su
mirada en mis ojos y en mis labios.
—Me encanta que digas mi nombre, Julia.
Imité su giro de cabeza y sus miradas.
—Y a mí que pronuncies el mío, Will.
Empezó a dirigir sus labios hacia mí,
sin intención de parar, esperando ansioso a que se juntaran con los míos.
Cuando iba a cerrar los ojos, Johann exclamó:
—¡Chicos, tenemos una pequeña sorpresa de
nuestro amigo!
Salí del trance al instante, al igual
que Will. Todos los miembros de El Hexágono corrimos hacia Johann, que ya
estaba dentro de nuestro cuartucho, mirando hacia la parte interna de la
puerta.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Emil.
Seguimos todos a la mirada de Johann,
la cual nos condujo a un mensaje escrito en la puerta. Este decía así:
“Bienvenidos un año más, pardillos.
Os arrebataré todo lo que queréis.
Igual que ellos me lo hicieron a mí.
En vuestras peores pesadillas,
OV”.
Un escalofrío recorrió cada parte de mi
cuerpo y, al parecer, el de mis amigos también.
—Un momento… —rompí el silencio—. ¿OV?
—Siempre firma así —contestó Otis.
—¿Son las iniciales de algo? —pregunté.
—No lo podemos saber —dijo Emil.
Asentí cabizbaja. Fue Inga la que volvió
a romper el silencio una vez estábamos todos nosotros sentados en el suelo,
como hacía unas horas antes.
—¿Cómo sabe que nos reunimos aquí,
joder? —preguntó con resignación.
Will se levantó y abrió una de cajas
que estaban por allí, tiradas, sin dueño. De ella sacó un libreta pequeña, apta
para llevarla en un bolsillo.
—Alguien tiene que guardarlo —dijo Will—.
No puede quedarse en El Rincón después de esto. Aquí no va a estar seguro.
Ahora, el cuartucho que antes solo era
un cuartucho, parecía tener nombre, y este era El Rincón. Me pareció original.
—¿Qué es? —pregunté intrigada.
—La recopilación de cada muerte y pista
puesta por escrito —contestó Will.
—Propongo que lo guarde Julia —dijo
Verner, el cual parecía más humano y sexy—. Seguramente no sepa aún que la
hemos aceptado en El Hexágono.
—¿Te parece bien? —me preguntó Will.
—Sí —contesté—, claro. Le buscaré un
buen lugar.
Will me entregó el cuaderno y se sentó
a mi lado.
—¿Podré leerlo? —pregunté.
—Claro —contestó Verner—. Aquí no hay
secretos.
Sonreí sin mostrar los dientes y me
guardé el cuaderno en uno de mis bolsillos.
—Es un hijo de puta —comentó Inga
mirando el mensaje de la puerta.
—Siempre lo ha sido —prosiguió Johann.
De vuelta a aquel silencio que me hacía
perder la mente. Así acabó mi día: en el mismo lugar donde había empezado la
verdad. Nunca habría dicho que Beate era tan inteligente. No podía creer que
Inga me estuviera tratando con el más mínimo respeto. En esas horas todo había
venido tan rápido, y tenía miedo, porque todo llega tan fácil e igual de fácil
de marcha; la gente, las pistas, los buenos tiempos, la paz.
En El Rincón todo parecía estar bien
cuando los últimos rayos de Sol entraban por la ventana, proyectando nuestras
sombras y haciendo el color de los ojos de Will aún más verde. Pero, en
realidad, nada estaba bien. Nunca lo había estado.
Había una diferencia entre mis amigos y
yo. Ellos creían en las curas con el tiempo, y yo no creía en el tiempo. No había
tiempo, y sigue sin haberlo. No hay ayer o mañana, ni siquiera ahora. Tardamos
demasiado en pensar en el presente, porque para entonces ya es pasado. ¿Y el
futuro? El futuro ya es presente cuando lo pensamos. Todo era tan rápido y
borroso. La vida se marchaba y ninguno lo sabía, excepto yo, porque ni moríamos
ni vivíamos. Y yo lo sabía. Yo sabía la verdad. Supongo que por eso fui
elegida. Porque yo sabía que la vida agonizaba junto al tiempo, y pasaba tan
veloz que no sabías si estabas viviendo.