sábado, 15 de noviembre de 2014

Capítulo 10.





Desde pequeña siempre había sido rápida. Mi familia me solía llamar “liebre” y sinónimos varios. No era de extrañar que fuera más rápida que Will bajando la montaña o que ganara la carrera que hicimos en la escuela cuando yo tenía solamente siete años. Nunca he hecho otro ejercicio que no sea correr o jugar al ajedrez, así que con la práctica acabé siendo una gran corredora y pensadora, yendo siempre por delante de los demás.
Bajábamos pues las escaleras yo, Beate e Inga, respectivamente; no cometería una salvajada como poner un “yo” delante de las demás personas si no tuviera una explicación razonable. Siempre yendo por delante. Al llegar a la puerta principal del orfanato, ya en el último piso, me paré bruscamente al ver que El Enorme Espacio estaba lleno de policías, profesores y ambulancias, chocando así Beate con mi espalda, e Inga con la de Beate.
—¿Qué demonios haces, Julia? —preguntó Inga en un tono tan bajo que parecía un grito.
—No podemos pasar por aquí —dije—. Nos pillarán.
Nos mantuvimos observando la multitud que allí se encontraba, esperando la ocasión perfecta, para llegar hasta la ambulancia, que nunca llegó. Empezábamos a estresarnos.
—Podemos ir por detrás —anunció Beate—. Mirad, la ambulancia está metida de culo en el callejón que da a la parte de atrás. Nos meteremos por las puertas traseras.
—Va a salir mal —dijo Inga.
—¿Tienes algo mejor? —pregunté e Inga guardó silencio—. Pues vamos.
Nos dirigimos a la puerta trasera del orfanato. Beate lideraba la fila, ya que había sido su idea y yo no conocía todavía muy bien los secretos del orfanato. Al llegar a esta, echamos un vistazo al exterior para comprobar que no había nadie que pudiera frenarnos y, al afirmarlo, seguimos nuestro camino en dirección a las puertas traseras de la ambulancia, a las cuales conseguimos llegar burlando a unos policías.
—Ábrelas —me ordenó Inga.
Después de mostrarle una sonrisa sarcástica acompañada de mis ojos achinados a Inga, tiré de la manija, abriendo así las puertas de la ambulancia. Con impulso, subí a esta, seguida por Beate e Inga, y cerré sus puertas a continuación. El cuerpo de Marie seguía metido en una bolsa de plástico, encima de una camilla. Desde la ventana del cuartucho en el que tuvimos la reunión todos los miembros de El Hexágono hacía unas horas, el cual aún no tenía nombre, vimos como metían el cuerpo en esta ambulancia. No había tiempo para ponerse a pensar en si estaba lo suficientemente preparada para volver a ver a Marie sin vida, sin el típico brillo en sus ojos azules. Por estadística, sabía que no iba a estarlo, porque una herida tan profunda como una muerte sana en meses, no en dos horas. Mentira, rectifico: no hay suficiente tiempo en una vida, ni en el más allá, para sanar una muerte ajena. Era frustrante pensar en las muertes que había vivido solo con quince años. El dolor que acompaña una muerte es injusto, porque no cargan con él aquellos que se han ido, sino los que se quedan.
Cuando Inga dirigía su mano hacia la cremallera para comenzar a bajarla, un enfermero abrió las puertas de la ambulancia y, por su expresión, no se esperaba ver a tres adolescentes dentro del transporte que conducía.
—¡No podéis estar aquí! —exclamó subiendo a la ambulancia—. Os voy a llevar con vuestro director, a ver qué opina él de vuestra rebeldía.
El enfermero me agarró fuerte del brazo, estirando de él, intentando sacarme de su ambulancia.
—Verá, señor —dijo Beate—, creo que usted no quiere hacer esto.
—¿¡Estás de broma, niña!? —exclamó el enfermero—. ¡Fuera de aquí ahora mismo!
—Yo nunca bromeo —dijo Beate en un canturreo, encogiéndose de hombros.
Sujetó el brazo izquierdo del enfermero, el cual sujetaba el mío. Su mano se abalanzó sobre su cuello, apretándolo con dos dedos. En cinco segundos aquel hombre se hallaba inconsciente en el suelo.
—¿¡Lo has matado!? —preguntó Inga alterada.
—Qué va —contestó Beate—, solo ha perdido la conciencia por un rato. Se llama “llave del sueño” —explicó Beate—. Tienes que apretar el seno carotídeo durante cinco segundos y conseguirás… bueno, esto.
—¿Cómo coño sabes tú eso? —preguntó Inga.
—¿Qué? —dijo Beate frunciendo el ceño—. Me gusta Biología.
—Increíble —dije riendo, y Beate mostró una de sus sonrisas.
Miramos las tres al enfermero bufamos.
—No tenemos mucho tiempo —dijo Beate.
Asentí con la cabeza mientras que Inga comenzaba a bajar la cremallera que cerraba la bolsa en la que estaba metido el cuerpo inerte de Marie. Le habían cerrado los ojos, pero su piel cada vez estaba más pálida. Sacudí mi cuerpo y comencé a buscar alguna pista que hubiera dejado el asesino en el cuerpo de Marie, que permanecía frío y aterrador. No encontramos nada que no fuera tierra y un pañuelo en su bolsillo derecho.
—Nada —dijo Beate.
—Nada —anunció Inga.
—Nada —finalicé yo.
Esperamos unos segundos, manteniendo la esperanza de que se levantaría bostezando, como siempre hacía, y nos daría los buenos días mientras se frota los ojos. Seguiría oliendo a vainilla y teniendo la mirada más cristalina que había visto en mi vida. Pero no existe la resurrección, al igual que no existe humano al que no le quede una pizca de esperanza.
Finalmente, nos rendimos. Comencé a subir la cremallera de la bolsa y, cuando mi mano estaba paralela a su cuello, me di cuenta de que a este le rodeaba una cadena que, parte de ella, seguía metida por debajo de la camiseta del chándal del orfanato que vestía Marie. La saqué con cuidado y, de esta, colgaba un colgante con forma de cubo, al parecer de plata.
—Eh, mirad —llamé a Beate y a Inga.
Desabroché la cadena y la separé del cuello de Marie. Sostuve la cadena en alto, rotando así, en el aire, el colgante.
—¿Qué creéis que es? —preguntó Beate.
—Un collar —contestó Inga.
—Me refiero a su significado, idiota —protestó Beate—. Ya sé que es un collar.
—Podríamos enseñárselo a los chicos —propuse—. A lo mejor, ellos saben la respuesta.
—Guárdalo tú —ordenó Inga.
Metí el colgante en el bolsillo derecho de mi pantalón corto y terminé de cerrar la cremallera. Suspiré.
—Vámonos de aquí antes de que este se despierte —dije.
Abrí una de las puertas traseras de la ambulancia unos centímetros. Fueron los suficientes para ver que la parte de atrás del orfanato permanecía desolada. Empujé la puerta y comenzamos a salir una por una de la ambulancia. Después de cerrar la puerta trasera, comenzamos a correr, haciendo el mismo camino anterior, con una sola diferencia: esta vez era de vuelta, era al revés.
Subiendo las escaleras me choqué con alguien. Por un momento, pensé que me caería por el abismo que había al lateral de las escaleras, pero, por suerte o por desgracia, no fue así, ya que Verner (la persona que casi me mata) me agarró por la cintura, salvándome de la caída inevitable. Fue extraño y emocionante sentir su aliento tan cerca del mío y su trabajado torso, casi más tenso, fuerte y rígido que el de Will, pegado a mi tronco. Tragó saliva y le noté nervioso.
—¿Estás bien? —me preguntó Otis, que estaba detrás.
Me separé de Verner y este comenzó a mirar a todos lados.
—Sí, sí —contesté.
—Perdona —se disculpó Verner—, es que no te he visto.
—Ha sido mi culpa, iba corriendo —dije sonriendo.
Verner me sonrió y dejó atrás toda su humildad volviendo a ser el tipo serio, firme y soso de cada día.
—¿Habéis encontrado algo? —preguntó Will. No había sido consciente de su presencia hasta ese momento.
—Vamos arriba —dijo Beate.
Sentía algo poco común en la seriedad de Will, así que, mientras subíamos las escaleras, mantuve una pequeña conversación con él. Apoyé las manos en sus hombros de forma graciosa, y supe que sonrió.
—¿Cómo estás? —le pregunté cerca del oído.
—Bien —respondió—. Algo aturdido.
—¿Por qué aturdido? —pregunté sin pensar—. Oh, ya… perdona, soy idiota.
Will rió negando con la cabeza y mirando al suelo, como me encantaba que hiciera. Me puse a su lado y rodeé su brazo con el mío, apoyando mi cabeza en su hombro.
—Me siento muy impotente, ¿sabes? —confesó Will.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque pensaba que todo esto había acabado y que podría protegerte, pero ahora no puedo. No puedo asegurar tu vida siquiera. Es una mierda.
—Bueno, ni yo la tuya. Ni la de ninguno de ellos —dije mirando a los componentes de El Hexágono.
—Creo que yo se apañármelas solo, J —dijo riendo.
—Y yo también. Te sorprendería de las cosas de las que me puedo librar.
—¿En serio?
—Por supuesto —finalicé—. Es más, si estoy dentro de todo esto, es por alguna razón, listillo. Por lo que he visto, aquí cada uno subsiste a su manera, Will.
Giró la cabeza hacia mí y noté su mirada en mis ojos y en mis labios.
—Me encanta que digas mi nombre, Julia.
Imité su giro de cabeza y sus miradas.
—Y a mí que pronuncies el mío, Will.
Empezó a dirigir sus labios hacia mí, sin intención de parar, esperando ansioso a que se juntaran con los míos. Cuando iba a cerrar los ojos, Johann exclamó:
—¡Chicos, tenemos una pequeña sorpresa de nuestro amigo!
Salí del trance al instante, al igual que Will. Todos los miembros de El Hexágono corrimos hacia Johann, que ya estaba dentro de nuestro cuartucho, mirando hacia la parte interna de la puerta.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Emil.
Seguimos todos a la mirada de Johann, la cual nos condujo a un mensaje escrito en la puerta. Este decía así:
“Bienvenidos un año más, pardillos.
Os arrebataré todo lo que queréis. Igual que ellos me lo hicieron a mí.
En vuestras peores pesadillas,
OV”.
Un escalofrío recorrió cada parte de mi cuerpo y, al parecer, el de mis amigos también.
—Un momento… —rompí el silencio—. ¿OV?
—Siempre firma así —contestó Otis.
—¿Son las iniciales de algo? —pregunté.
—No lo podemos saber —dijo Emil.
Asentí cabizbaja. Fue Inga la que volvió a romper el silencio una vez estábamos todos nosotros sentados en el suelo, como hacía unas horas antes.
—¿Cómo sabe que nos reunimos aquí, joder? —preguntó con resignación.
Will se levantó y abrió una de cajas que estaban por allí, tiradas, sin dueño. De ella sacó un libreta pequeña, apta para llevarla en un bolsillo.
—Alguien tiene que guardarlo —dijo Will—. No puede quedarse en El Rincón después de esto. Aquí no va a estar seguro.
Ahora, el cuartucho que antes solo era un cuartucho, parecía tener nombre, y este era El Rincón. Me pareció original.
—¿Qué es? —pregunté intrigada.
—La recopilación de cada muerte y pista puesta por escrito —contestó Will.
—Propongo que lo guarde Julia —dijo Verner, el cual parecía más humano y sexy—. Seguramente no sepa aún que la hemos aceptado en El Hexágono.
—¿Te parece bien? —me preguntó Will.
—Sí —contesté—, claro. Le buscaré un buen lugar.
Will me entregó el cuaderno y se sentó a mi lado.
—¿Podré leerlo? —pregunté.
—Claro —contestó Verner—. Aquí no hay secretos.
Sonreí sin mostrar los dientes y me guardé el cuaderno en uno de mis bolsillos.
—Es un hijo de puta —comentó Inga mirando el mensaje de la puerta.
—Siempre lo ha sido —prosiguió Johann.
De vuelta a aquel silencio que me hacía perder la mente. Así acabó mi día: en el mismo lugar donde había empezado la verdad. Nunca habría dicho que Beate era tan inteligente. No podía creer que Inga me estuviera tratando con el más mínimo respeto. En esas horas todo había venido tan rápido, y tenía miedo, porque todo llega tan fácil e igual de fácil de marcha; la gente, las pistas, los buenos tiempos, la paz.
En El Rincón todo parecía estar bien cuando los últimos rayos de Sol entraban por la ventana, proyectando nuestras sombras y haciendo el color de los ojos de Will aún más verde. Pero, en realidad, nada estaba bien. Nunca lo había estado.
Había una diferencia entre mis amigos y yo. Ellos creían en las curas con el tiempo, y yo no creía en el tiempo. No había tiempo, y sigue sin haberlo. No hay ayer o mañana, ni siquiera ahora. Tardamos demasiado en pensar en el presente, porque para entonces ya es pasado. ¿Y el futuro? El futuro ya es presente cuando lo pensamos. Todo era tan rápido y borroso. La vida se marchaba y ninguno lo sabía, excepto yo, porque ni moríamos ni vivíamos. Y yo lo sabía. Yo sabía la verdad. Supongo que por eso fui elegida. Porque yo sabía que la vida agonizaba junto al tiempo, y pasaba tan veloz que no sabías si estabas viviendo.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Capítulo 9.


Egmont Staggs, el profesor de Educación Física, había permanecido de baja por paternidad todo el primer mes, así que durante las horas de su asignatura solíamos estudiar con la supervisión de algún otro profesor. Cuando llegó a El Enorme Espacio, nos contó que todo había salido según lo previsto y que era un niño precioso llamado Harry, al que llevaba en forma de fotografía dentro de su cartera.
Había tenido una extraña impresión del señor Staggs. Por su apariencia, pensé que tendría treinta y pocos años. Era alto y musculoso. Tenía el pelo moreno y unos ojos marrones casi negros que me gustaban. También poseía una piel extremadamente blanca, algo rosada, que contrastaba aún más sus ojos oscuros. Parecía que el tiempo se congelara cuando él hablaba o caminaba.  Conseguía avergonzarme solo con la mirada, y esperaba que lo consiguiera con todos mis compañeros también.
Empezaron a salir por la puerta principal del orfanato todos los alumnos de un curso superior al nuestro gritando, corriendo, riendo y, generalmente, armando jaleo.
—¡Callaos ya! —exclamó Egmont—. Hoy haremos una salida al bosque —anunció alzando la voz—. Nos acompañarán vuestros compañeros de 10. Klasse porque 1) el profesor Adalgiso no ha podido asistir a su clase y para que 2) aprendáis y os deis cuenta de todo lo que han aprendido todos estos muchachos cuando les di clase el año pasado.
Comenzamos a comentar nuestras opiniones los unos con los otros mientras estirábamos los músculos.
—¡Silencio! —ordenó Egmont—. ¿Alguna pregunta?
No se oyeron siquiera las respiraciones de mis compañeros.
—Perfecto —finalizó—. Siempre detrás de mí.
Egmont comenzó a correr después de haber salido por la puerta de hierro que cerraba el orfanato y El Enorme Espacio. Nosotros le seguimos, también corriendo.
Personalmente, me gustaba correr, ya que eso implicaba fuerte viento, aire fresco y todas esas cosas anormales que me gustaban. Cuando llevábamos unos minutos apartando ramas y amenizándonos el camino, parecía que estaba volando, porque ya no suponía ningún esfuerzo mover las piernas. «Cada uno se acostumbra a lo que quiere», pensé.
Otis pasó por mi lado sonriéndome y moviendo mi coleta. Siguió adelante hasta alcanzar a Beate. Pude escuchar con claridad su conversación.
—Hola —susurró Otis en el oído de Beate cuando consiguió alcanzarla.
—Hola —contestó ella, sonriente.
—¿No piensas que esto es un coñazo? —preguntó Otis—. Sí, definitivamente lo es.
Beate rió.
—¡Silencio por ahí atrás! —exclamó el profesor Staggs.
—Cuando yo te diga, gira a la derecha y empieza a correr —dijo Otis.
—Nos meteremos en problemas, Otis.
—¿Y qué? —preguntó Otis, que levantó la mirada unos segundos, observando su alrededor—. ¡Ya!
Otis comenzó a correr en la dirección incorrecta a la debíamos ir, cogiendo a Beate de la mano. Recé para que Egmont no se diera cuenta de que faltaban dos alumnos y me concentré en correr respirando correctamente.
—J —dijo Will, corriendo a mi lado—, ¿dónde está Otis?
—Ha tenido la brillante idea de irse por su cuenta junto con Beate —contesté irónicamente.
—Genial pues.
—¿Genial? Como se entere podemos darlos por muertos.
—Tranquila, J —dijo Will alargando las palabras—. Otis sabe siempre lo que se hace.
—No me cabe la menor duda —dije resoplando.
Seguimos corriendo el uno al lado del otro. Empezaba a cansarme, pero no di señales de ello hasta que comencé a toser.
—Si quieres vamos más lentos —sugirió Will.
—Estoy bien.
—No lo parece —dijo Will riendo.
Aceleré el ritmo, dejando a Will atrás y entrometiéndome en conversaciones ajenas. Él me seguía cercano, y se podía escuchar su risa. Giré mi cabeza y estaba sonriendo, negando con la cabeza, mirándose los pies, como solemos hacer todos cuando estamos felices, como si ser felices no estuviera bien. Me choqué contra alguien y, cuando fui a enderezarme para disculparme, me topé con esos ojos oscuros intimidantes. De un momento a otro, todos se pararon y esperaban impacientes a ver la reacción de mi profesor. Me sentí pequeña, débil, ignorante. Parecía que iba a caer, pero me mantuve firme el suficiente tiempo para que alguien me salvara. Mi maldita salvación fue un grito seco, agudo, femenino y miedoso. Aquel grito taladró mis oídos como unos ojos verdes desnudan tu alma: rápida, destructiva y elegantemente. Volvió a oírse el mismo grito, esta vez con un rasgo familiar.
—Beate —dijo Will sin alzar la voz, el cual me miró y, posteriormente, comenzó a correr, apartando a todo aquel que le impidiera el paso. Yo le imité lo más veloz que pude, y Egmont no dudó en actuar de la misma manera. Este esfuerzo fue lo que me faltaba para que mis piernas comenzaran a temblar y mi aliento empezara a escasear. Difícilmente respiraba, pero no debía parar de correr. Tenía que saltar las piedras y esquivar los árboles lo más rápido posible. Vi como Will se paraba a lo lejos e intenté llegar hasta él. Cuando paré a su lado, cerré los ojos y apoyé las manos en mis muslos, e inspiré y expiré repetidamente. Cuando tranquilicé mi respiración, conseguí abrir mis párpados y observar a Beate arrodillada en el suelo, paralizada y tiritando, y a Otis abrazándole, acariciándole el pelo y diciéndole que todo iba a estar bien.
Will ya no estaba a mi lado, sino que se hallaba a unos metros más adelante, mirando hacia abajo. Me acerqué hacia él alterada y bajé la mirada. En cuanto fui consciente del terror que padecía Beate y de los ojos extremadamente abiertos de Will, mi corazón comenzó a bombear la sangre de una forma bestialmente rápida. Lo que mis ojos pudieron ver antes de que mis rodillas empezaran a fallar, fue a Marie tumbada sobre la tierra, cubierta de unas cuantas hojas y polvo, con sus ojos entreabiertos, mirando al cielo. Su cuerpo inerte y manchado de roja sangre dio paso al temblor de mis labios. El aire se volvió frío, congelándome el corazón y la mente. Caí rendida al suelo, cubriéndome los ojos para no ver más. Nadie lloraba, nadie gemía; no éramos capaces de asimilar una muerte más en nuestras vidas. Supe que Will me recogió del duro suelo porque podía reconocer sus brazos firmes, tensos y fuertes.
—Llévatelos a todos de aquí —ordenó Egmont y sentí como Will asentía.
Mientras mi cabeza se posaba en el hombro de Will y mi cuerpo en sus brazos, la imagen de Marie cubría cada rincón de mi mente. Sus ojos azules me perseguían continuamente, y solo podía pensar en ella y en su porqué.
—Julia, por favor —dijo Will.
Me puse en pie, aún con las manos en la cara. Estas fueron acariciadas por Will. Entrelazó sus dedos con los míos y consiguió separar las manos de mi rostro. Agaché la cabeza según mis manos se deslizaban. Will levantó ligeramente mi barbilla con dos dedos, porque así era como lo hacía Will.
—Mírame —ordenó, y yo busqué sus ojos verdes como el hambriento busca alimento—. Vas a estar bien, aquí, conmigo. Todo está bien, ¿vale?
Rompí a llorar, porque entonces comprendí y fui consciente de que una chica que solía ser feliz ya no podía sonreír. Habían apagado su voz.
Will me abrazó muy fuerte mientras me besaba la frente y yo le manchaba la camiseta con lágrimas. Después de un tiempo indeterminado, me separó de su cuerpo y dijo:
—Tenemos que hablar. Hay algo que tengo que contarte.
Asentí y él comenzó a caminar, ya dentro del orfanato. Subí las escaleras detrás de él, mirando atenta su espalda. Llegamos al último piso del orfanato cuando yo ya estaba bastante sofocada. Seguimos adelante por el pasillo hasta pararnos enfrente de la última puerta de este. Pude escuchar el barullo que había dentro de aquella habitación y diferencié las voces de Otis y Verner. Will me miró y, a continuación, dio unos toques en la puerta, al parecer ya ensayados antes, que se regían por este orden de toques con los nudillos (TN) y toques con el pie (TP): TN-TN-TP-TN-TP-TP-TP.
—Nosotros lo llamamos La Esencia, pero pensé que no volvería a utilizarla —explicó Will.
Fue Johann quien abrió la puerta.
—Estábamos esperándote —dijo Johann.
—¡Sí, pero a ella no! —exclamó Inga, que estaba sentada en un pupitre desgastado.
Will y yo entramos en la habitación y Johann cerró la puerta, pasando un gran cerrojo por esta.
—¿Qué hace ella aquí? —preguntó Verner señalándome para, después, dejar caer el brazo.
—¡Eh!, ella ha visto exactamente lo mismo que yo —dijo Beate levantándose del suelo de piedra—. Debería estar dentro.
—Ya está dentro —espetó Will.
—Sabes que seguimos unas normas, Will —dijo Verner con un tono amenazante.
—Sí, lo sé, pero esas normas se rompen cuando todo lo que creíamos saber se va a la mierda.
—Tiene razón, Verner —comentó Emil, el chico silencioso—. Esto no ha acabado, no es lo que pensábamos. Julia es astuta —me halagó encogiéndose de hombros—. ¿Quién está a favor de que esté dentro?
Will, Beate, Otis y Emil levantaron las manos al instante. Unos segundos después, Johann hizo lo mismo, recibiendo así una mirada llena de odio proveniente de Verner.
—La necesitamos, tío —dijo Johann dirigiéndose a Verner—. Tú lo sabes.
Verner gruñó no muy conforme con el comentario de su amigo, pero aún así, levantó la mano, aunque con un sentimiento de pesadez.
—¿Esto es en serio? —preguntó Inga enfadada.
Will posó su brazo rodeándome la nuca. Rechacé esta caricia y me aparté de él.
—No, yo no estoy dentro de ningún sitio hasta que alguien me explique qué está pasando aquí —dije malhumorada.
Beate suspiró y dijo:
—Siéntate, Julia.
Todos hicieron lo que dijo menos yo, que estuve unos segundos observando la habitación.
Este cuarto, en realidad, era buhardilla llena de trastos viejos o rotos que, suponía, ya no se utilizaban en el orfanato y, en vez tirarlos, los guardaban. Había desde un surtido de cajoneras y espejos hasta cajas con sábanas rasgadas. Algunos objetos estaban apilados encima de otros, formando así montañas de inutilidades.
Caminé hacia el círculo que habían formado todos los presentes y me senté en el suelo entre Beate y Emil.
Otis, que estaba enfrente de mí, al costado de Will, comenzó con la explicación:
—Verás, Julia, para que puedas entender todo lo que ha pasado anteriormente, tenemos que volver unos años atrás.
—Está bien, tengo la imaginación bien despierta —dije.
—Perfecto —continuó Otis—, porque la vas a necesitar. Hace tres años, se encontró a una chica muerta en la habitación donde actualmente se da la clase de Geografía e Historia. Fue el primer asesinato de muchos, y fue justo el día uno del mes siguiente de que comenzaran las clases, al igual que ha sucedido hoy, día uno, y al igual que sucedió los dos años anteriores.
»Entonces, empezaron a encontrar cuerpos de alumnos muertos unos días escogidos aleatoriamente después del cuerpo encontrado anteriormente. El asesino no cumple un régimen de días, ¿comprendes? Puede matar a alguien a los cuatro días y, perfectamente, un mes después. ¡El caso es que esto lleva pasando tres años! Cuando llegó el verano del anterior curso y algunos de nosotros dejamos el orfanato durante las vacaciones, no volvieron a haber más asesinatos. Cosa extraña, ya que los anteriores veranos, cuando permanecíamos aquí todos nosotros, sí que ocurrían. Entonces, pensamos que le gustaba que supiéramos cuándo mataba a algunos de nuestros amigos o, incluso, a algún que otro profesor. Pero, ahora, ha vuelto a ocurrir, lo que significa que esto no ha acabado.
»Hace tres años, cuando ocurrió el octavo asesinato, decidimos crear esta especie de grupo, ya que todos éramos amigos y podíamos confiar los unos en los otros. Hemos estado anotando todas las muertes y cualquier anomalía que se nos apareciera desde el principio. Incluso hemos recibido pistas del mismo asesino, como las iniciales de cada uno pintadas con sangre humana en las paredes o mensajes anónimos debajo de nuestras almohadas con la misma frase. Por alguna razón, somos como una especie de elegidos. No nos hará daño físico, sino psicológico. Quiere que suframos con cada muerte. Le gusta vernos llorar o con ojeras del insomnio que tenemos algunos.
»Durante estos años, cada vez que teníamos un presentimiento o alguna prueba de quién era, de alguna forma u otra acabábamos descartándole. Nunca ha sido lo que hemos pensado. Es la persona mejor oculta que hemos llegado a conocer. Ahora no tenemos nada. Todo se ha esfumado con la muerte de Marie, ¿entiendes? Ha vuelto, y nadie sabe lo que quiere. Y para eso existe este clan, este grupo: para encontrar todas las respuestas y, con ellas, al asesino que se ha llevado todo lo que hemos llegado a querer (que no esté en esta habitación).
Respiré profundamente y pensé.
—¿Se han encontrado todos los cuerpos? —pregunté.
—Absolutamente todos, sí —respondió Johann—. Quiere que los encontremos, de hecho. Igual que sabía que, de algún modo, íbamos a encontrar a Marie. Y si ha querido que tú lo vieras es por algo.
—¿Te llevabas bien con ella? —preguntó Inga.
—Sí —respondí—. Bueno, comenzaba a ser mi amiga.
—Pues ya sabes porqué estás aquí —dijo Inga.
—Quería verme sufrir… —susurré mirando al suelo.
—Así es, Julia —dijo Beate—. Nos lo ha hecho a todos.
Resoplé y me acaricié la nuca.
—Está bien —dije finalmente—. Voy a ayudaros.
Will levantó la mirada y, con voz firme, dijo:
—Bienvenida a El Hexágono.

viernes, 10 de octubre de 2014

Capítulo 8.


La noche del miércoles me sentía agotada y, obviando esta rareza, con ganas de dormir. Era extraño, porque hacía bastante decidí que odiaba dormir. Esta decisión no se debió a que no me gustara estar descansada y, mucho menos, a que me gustaran las ojeras, ya que me hacían parecer débil, y si hay algo que odie más que dormir es no saber usar con propiedad mi fuerza. Era todo culpa de las pesadillas o, mejor dicho, de los sueños desviados. Yo los llamaba así porque empiezan radiantes, pero acaban aterrorizándote hasta los huesos. Las pesadillas eran anormales y crueles. Me sentía impotente cada noche, despertándome ocho veces, por no querer saber más. Eran interminables y siempre estaban rondando por el más mínimo hueco de tu mente. Aunque yo tenía la culpa. Siempre he pensado que esos sueños involuntarios los controlamos, en cierta parte, nosotros mismos, aunque pocos son capaces y lo suficientemente valientes como para agarrar con fuerza las riendas de tus propios y peores miedos, aquellos miedos que desconoces. Estaba segura de que Will podía enfrentarse a sus miedos, igual que se enfrenta a personas en nuestra realidad.
Me dirigí al cuarto de baño compartido de las chicas para lavarme los dientes. Aquello me parecía repugnante, tanto por la falta de higiene como por el hecho de tener la boca abierta de Inga, que siempre se ponía en el lavabo de al lado, a menos de un metro de mí. Suponía que esa era una de sus múltiples y diversas estrategias que le servían para molestar a la gente que no era de su agrado. Conmigo, por el contrario, no funcionaba. Se sentía bien saber que era más educada que ella, aunque no por eso más bonita. De todas formas, no se daba el caso de que Inga fuera una belleza fuera de lo común en el orfanato. El problema, si es que aquello era un problema, era que yo nunca había mirado mi reflejo y había pensado que tenía algún rasgo bonito. Siendo sinceros, no me importaba en exceso.
La belleza es muy relativa y personal. «¿Podemos todos creer al canon de belleza que nos han ido enseñando desde pequeños? ¿Con qué somos capaces de comparar a una persona para atrevernos a opinar acerca de si su belleza es apta o pésima?», reflexionaba delante del espejo. Estaba allí, mirándome  el contorno de los labios, porque no me quedaba nada que no fueran preguntas sin respuesta. Siempre estaba cuestionándome preguntas extrañas, como si cada persona vivía en una realidad diferente o si existía el amor verdadero del que todo el mundo hablaba. Pensaba mucho en ello y las esperanzas por encontrar respuestas cada día eran menores, pero era demasiado joven. No podía permitirme perder más tiempo, si es que el tiempo valía para algo.
Cuando terminé de lavarme los dientes, me dispuse a salir del cuarto de baño. Fue un intento fallido, ya que Inga estiró la pierna hacia atrás, haciéndome tropezar. Caí al suelo apoyando mis manos en él, lo cual permitió que no me diera un buen golpe en la cabeza. Gruñí tumbada y me levanté con fuerza, sacudiéndome la ropa.
—¿¡Qué problema tienes conmigo!? —exclamé.
Inga se giró hacia mí, quedándonos cara a cara (la mía roja y la suya aparentemente tranquila). Beate me cogió del brazo, intentando hacerme andar.
—Julia, no merece la pena… —susurró Beate en un tono que todas las chicas pudimos oír.
Comencé a caminar en dirección a la puerta, acompañada de Beate.
—¿Qué pasa, Johnson? —preguntó Inga—. ¿Tú padre no te enseñó a defenderte tú solita?
Me giré y caminé hasta llegar a ella.
—No vuelvas a mencionar a mi padre nunca más.
—Es verdad —dijo Inga—. Perdona, no está bien meterse con los muertos.
Apreté la mandíbula. No dudé en propinarle un puñetazo en toda la cara. Me temblaban las piernas por la adrenalina que eso supuso. Sentía la necesidad de volverle a pegar cuando Beate me cogió de la cintura, arrastrándome hacia atrás. Inga levantó la barbilla y dejó ver el riachuelo de sangre que caía desde su labio. La sangre no hizo que me arrepintiera del golpe que le había dado. Inga no lloraba y se mantenía firme. Oía a varias personas preguntarle que cómo estaba, pero las oía muy lejanas, como si fueran el eco que se creaba al gritar en el bosque.
Salí del cuarto de baño corriendo, escapando de todos y llorando al recordar a mi padre. Sentía que los recuerdos me agarraban del cuello y me ahogaban poco a poco, llenándome los pulmones de dolor y los ojos de agua. Por suerte, no había nadie en recepción, así que pude salir del orfanato por la propia entrada. Seguí corriendo y llorando. No quería parar. Salté la verja más rápido de lo que podría haberlo hecho nunca. Comencé a subir la montaña apartando ramas y saltando piedras. De vez en cuando, no podía evitar elevar el tono de mis llantos. Me dolía el pecho y solo quería encontrarme con mi padre para que me abrazara muy fuerte, igual que cuando lo hizo el día que mi madre murió. Mi alrededor estaba borroso. No conseguía ver nada que no fuera la marea de mis ojos, que subía progresivamente. Comenzaban a venir flash-backs a mi mente sin intención de parar. Veía a mi padre pescando en la orilla del mar, cómo me daba un beso en la frente por las noches y cuando jugaba conmigo a las muñecas cuando yo tenía cuatro años; le veía columpiándome al anochecer, bailando conmigo estando mis pies encima de los suyos y limpiándome las lágrimas cuando me caí en el barro; levantándome hasta llevarme bien arriba porque yo quería tocar el cielo, cantando conmigo nuestro rock and roll favorito y dándome respuestas para mis preguntas inquietas. No se trataba de querer, sino de necesitar que volviera. Todo el dolor solo servía para odiarme y, lo peor de todo, es que no tenía sentido. Me convertí en un ser exageradamente pesimista. Si no me quedaba nada, ¿por qué seguía aquí? Toda mi mente era un desierto donde la arena son preguntas y el agua respuestas. Los recuerdos cada vez ahogaban más y sentía que me faltaba el aire. El corazón bombeaba mi sangre con una rapidez bestial e infinita. Por primera vez el término “me va a explotar la cabeza” era algo más que un término. Vi cómo caía de rodillas en la tierra, cómo me hacía débil y cómo no podía hacer nada para impedirlo. Todo mi alrededor, que permanecía difuminado a causa de las lágrimas, giraba a una velocidad impresionante y digna de admirar. Lo último que recuerdo es a alguien corriendo hacia mí gritando mi nombre, aunque no sabía si lo que veía era real o solamente lo que quería ver. Cerré los párpados y ya no sentí nada más.

Conseguí abrir los ojos después de varios intentos. Seguía en el bosque y seguía siendo de noche, pero mi cabeza ya no estaba descansando sobre la tierra, sino sobre una pierna. Levanté la mirada y observé a Will, que dormía apoyando su cabeza y espalda sobre el tronco de un árbol. Despertó al sentir movimiento. Comenzó una conversación llena de susurros.
—Hola —saludó sonriéndome—. ¿Cómo te encuentras?
—He tenido mejores madrugadas —contesté.
—Yo también —dijo Will acariciándome el pelo.
El silencio que se creó ya no me resultaba incómodo. Era un silencio parlanchín, como Will, que decía todo con el brillo de sus ojos en una noche oscura.
—¿Vas a contarme qué ha pasado? —preguntó.
—Preferiría no hablar de ello ahora —contesté.
—Tienes razón. Lo siento, soy un idiota.
—Los idiotas no recogen del suelo a chicas que solo pueden ofrecer lágrimas.
—Tú ofreces más que eso, Julia.
Sonreí mordiéndome los labios, que era mi manía favorita.
—¿Te sientes con fuerzas para acompañarme a un sitio? —preguntó Will.
—No lo sé —respondí—. Probemos.
—Vale.
Me incorporé y apoyé mi espalda en el tronco, al lado que Will. Cerré los ojos con fuerza por el dolor de cabeza que esto causó en mí.
—¿Bien? —preguntó Will, levantándose ágilmente.
—¿Me ayudas a levantarme? —pregunté mirándole desde abajo.
—Claro.
Me ofreció sus manos y yo las agarré con fuerza. Estiró de mí tan fuerte que aquel impulso solo sirvió para chocarme con él. Me agarró de la cintura con firmeza, temiendo que cayera. Sus labios estaban a unos centímetros de los míos y su respiración era agitada. Estaba nervioso y podía notarlo en su mirada. Volví a sonreír usando mi manía favorita, pero siempre espontáneamente. Él sonrió suspirando y quitó su mano de mi cintura, aunque no sabía porqué lo había hecho. Giré mi cabeza en dirección contraria al viento, para que este me diera en la cara. Respiré profundamente y comencé a sentirme mejor. Me preguntaba qué sería de mí sin el viento.
—Estoy bien —afirmé volviendo a conectar mi mirada con la de Will.
—¿Segura? —preguntó.
—Más que nunca.
—Vamos pues.
Comenzamos a caminar subiendo la montaña. Dormir me había sentado bien y me había servido para sacudirme parte del cansancio que llevaba arrastrando todo el día, así que resultaba sencillo ir cuesta arriba.
—¿Dónde vamos, Will? —pregunté, pronunciando por primera vez su nombre.
—Hay algo que quiero enseñarte —contestó—. Ven, ponte delante de mí.
Aceleré mis pasos e hice lo que me pidió. Puso sus manos delante de mis ojos, impidiéndome ver.
—Si me caigo, será culpa tuya —dije riendo.
—Es increíble por tu parte que, a estas alturas, aún dudes de mi rapidez para no dejarte caer —dijo Will—. Genial, me ha salido un pareado. A partir de ahora seré poeta.
Reí tanto que empezó a dolerme la tripa, y adoraba esa sensación.
—¿Te ríes de mí? —preguntó Will—. Cuando sea un poeta famoso y haga mi primera entrevista, contaré que la señorita Julia Johnson se reía de mis pareados.
—Ya se le sube la fama a la cabeza, señorito Will Adams —dije seria y, posteriormente, seguí riendo.
—Firmaría cualquiera papel por verte reír así todo el tiempo.
—Pero si tu firma no vale nada —dije sonriendo, quitando sus manos de mis ojos y girándome hacia él.
—Cuando sea un poeta famoso pagarás por que te firme cualquier trozo de folio.
Reí mirando hacia al suelo, esta vez con la respiración más calmada.
—Eres un payaso —dije mirando sus ojos verdes.
—Ya lo sé.
Me acerqué hacia él y susurré en su oreja:
—Me encantan los payasos.
Volví a poner mi cuerpo paralelo al suyo. Will escondió un mechón de pelo detrás de mi oreja. Bajó su mano, la cual ardía, hasta mi cuello, que comenzó a ser acariciado. Sonrió posando su frente en la mía. Estaba tan anonadada que no pude recordar todo lo malo de aquella noche. No recordaba el pasado y no podía imaginarme un futuro; solo importaba el presente, y era “somos”.
—Eres alucinante —susurró Will, chocando así su aliento contra el mío.
Separó su frente de la mía.
—Mira detrás de ti —dijo y le di la espalda para saber a qué se refería.
Entre dos árboles se escondía una motocicleta marrón bastante vieja. No pude seguir mirándola porque me recordaba a la muerte de mi padre. Desde aquel día siempre había rechazado las ofertas de viajes en motocicleta.
—Will, no me gustan mucho las motos —dije y él se puso a mi lado.
—¿Por qué? —preguntó.
—Mi padre murió en un accidente de moto.
—Joder —dijo alterándose—. Lo siento mucho, Julia. Yo…
Puse mi dedo índice sobre sus labios y conseguí hacerle callar.
—Tú no tienes que sentir nada —susurré alzando mis cejas—. No te había contado nada.
—Ya, pero… —comenzó y le volví a interrumpir.
—Mírame —dije alzando su barbilla con dos dedos de mi mano—, no hay peros que valgan. Quiero que te subas a ella y la arranques. A lo mejor, lo de motero te pega más que lo de poeta —finalicé sonriendo.
—Increíble —dijo Will negando con la cabeza.
Se acercó a la moto y se subió en ella. Después de dos intentos, consiguió arrancarla. Esta rugió y, con un poco de esfuerzo, Will se acercó montado en ella hacia mí.
—¿Poeta o motero? —preguntó.
—Motero.
Como si de instinto se tratase, subí a la parte trasera de la moto. No sabía si estaba preparada, pero estaba con Will, y eso me ofrecía tranquilidad.
—¿Julia? —preguntó girando la cabeza hacia atrás.
Rodeé su cintura con fuerza y pude sentir como su abdomen, fuerte y cálido, se estremecía.
—¿Estás segura? —preguntó haciendo rugir la moto.
—Lo más rápido posible, señor Adams —susurré en su oreja.
Comenzamos a avanzar, bajando la montaña, a una velocidad comprensiblemente ilegal. Apreté su cintura aún más fuerte y sonreí. Sentí la misma seguridad que sentía cuando mi padre me llevaba en nuestra moto de siempre. Con impulso y firmeza, me levanté del asiento, agarrándome a los hombros de Will.
—¿¡Estás loca!? —exclamó Will desde abajo.
—¡Sííííííííííí!
Solté los hombros de Will y comencé a gritar cualquier vocal. El aire me atizaba con fuerza todo el cuerpo. Dejábamos los árboles atrás con cada rugido de la moto, y en cada árbol se quedaba estampado un mal recuerdo. Will sonreía y gritaba conmigo. Fue así cómo finalicé mi temor por las pesadillas y por los recuerdos; cómo supe que no estaba sola. Podía sentir a mi padre conmigo, dentro de mí, como siempre había estado. No se muere mientras que te recuerden, y yo era la viva imagen de mi padre. Me daba igual si todo aquello era real o no, me bastaba con saber que era mío. Sabía que había conseguido agarrar las riendas de mi vida y seguir adelante por los que ya no están, por los que han llegado y por mí. Me daba igual la calidad, la cantidad, el color y el dolor. Era la mejor versión de mí misma hasta la fecha y sentí la ganas de correr en círculos, de buscarme una salida. Me sentí el mejor cazador de sueños humano y quería cazar mis palabras igual que a mis deseos, igual que Will me cazaba a mí. Era la elección que más me gustaba y, por primera vez, me sentí con fuerzas de ser más. Aprendí que yo era más que tiempo y que sí que me quedaba algo: las ganas de vivir.