viernes, 5 de septiembre de 2014

Capítulo 6.


La mañana transcurría normal y aburrida. Cuando finalizó la tercera clase, salimos todos los cursos a El Enorme Espacio para tomarnos un respiro y descansar durante treinta minutos, como hacíamos todos los días. Cada clase tenía un sitio en El Enorme Espacio y era mejor o peor según la edad que tenías. Los mayores teníamos agenciada las partes con más sombra y corrientes de aire, ya que en ese momento del año había temperaturas elevadas. En estas partes estábamos los de quince y dieciséis años, que éramos los que más relación teníamos unos con otros. Por el contrario, los más pequeños tenían que almorzarse media hora acompañada de Sol, y me daban pena, y algo me decía que debía hacer algo al respecto, pero era “la nueva” y no podía permitirme fastidiar mi estancia aquí el segundo día.
Beate, Alaric y yo nos dirigíamos a nuestro sitio de El Enorme Espacio mientras charlábamos sobre Adalgiso, el profesor de Historia, y su forma de escupir mientras hablaba. Para los demás, era desagradable estar en su clase, pero a mí me caía bien, ya que yo estaba en la penúltima fila de mesas y era un señor muy simpático y educado. Me gustaría adquirir parte de su personalidad en un futuro (exceptuando los escupitajos).
Agaché la cabeza y escondí mis manos al pasar por delante de Will y su grupo de amigos, pero Alaric y Beate seguían conversando animadamente. No les había contado nada (ni un solo detalle) de lo ocurrido la noche anterior. Repito: la confianza es algo que cuesta recuperar.
—¡Eh, Alaric, se te ha caído una pluma! —gritó Verner con las manos rodeando sus labios—. ¡Y dos, y tres, y cuatro!
Tanto las chicas como los chicos de su clase rieron y señalaron a Alaric, excepto Will y Otis, que ignoraron a Verner y prosiguieron hablando tranquilos. Alaric parecía avergonzado.
—No hagas caso —le dije para tranquilizarle.
—Oye, esto no va contigo, Piernas Bonitas —dijo Verner, y supe que se refería a mí porque todos los presentes me miraban en silencio—. Oh, perdona, a lo mejor ya no son tan bonitas —dijo señalando mi rodilla—. ¿Diste ayer una fiesta de bienvenida y no me invitaste? Qué mal empezamos…
Todos miraban al moratón lleno de rasguños que permanecía en mi rodilla sin presentar mejora. Al recordar, empezó a doler. El pasado es como una mujer: no debe desnudarse sin permiso.
El comentario de Verner llamó la atención de Will, que levantó la mirada y vio la herida que había estado escondiendo desde ayer por la noche. Sus ojos atravesaron mis pupilas con cierta elegancia y permaneció estafermo por un instante, con la mandíbula apretada. Después, su cara aparcó las expresiones. Ni decepción, ni vergüenza, ni dolor, ni cansancio, ni defraudación; nada.
—Vamos, Verner, déjales en paz y límpiate esas babas —nos defendió una chica de su curso, de la cual nunca había oído hablar.
Los demás parecieron olvidarse de la situación. Beate me empujó suavemente para que siguiera andando, y así hice. Cuando habíamos dado cinco pasos, giré mi tronco y mi cabeza, pero Will ya no estaba sentado al lado de Otis. No había rastro de él.
Los treinta minutos de descanso siempre eran iguales: te sentabas en la tierra o, con suerte, en un trozo de hierba, esperabas a que alguien sacara algún tema del cual no sabías qué decir y fingías escuchar lo que los demás contaban. Ese descanso fue diferente, porque, por primera vez, di mi opinión. Tengo que decir a favor de Alaric que veía la muerte de forma real: inevitable. Al igual que yo.
—Pues yo no quiero morir. Cuanto más viva, mejor —dijo Marie.
—No se trata del tiempo que vivas, sino de que la muerte es un proceso por el que todos los seres vivos pasan y muchos humanos rechazan este hecho —opiné—. No tendría que asustarnos la muerte.
—No sé, Julia —dijo Beate—, todo el mundo le tiene miedo a la muerte.
—Mi padre siempre decía “¿Habrá vida antes de la muerte?” —recordé—, y creo que es una pregunta muy seria. Nos pasamos la vida esforzándonos, sufriendo, trabajando, riendo, estando bien, estando mal… para que luego todo lo que hemos creado sea sólo una ilusión que se esfumará en una milésima de segundo. La vida es una invención personal que llegará a ser olvidada, y es cobarde tenerle miedo a la muerte, porque nos arrebata todo aquello a lo que hemos intentado llamar “vida”. Me quitará todo lo que he querido ser, y el olvido está de su parte, así que no voy a temerle a lo que más daña a los humanos y lo que hace que todos sean olvidados.
Un silencio ensordecedor invadió todo El Enorme Espacio.
—Vaya, Julia es una filósofa empedernida y ninguno lo sabíamos, chicos —comentó Alaric y todos reímos.
—Sois muy tontos —dije riendo mientras me levantaba del suelo—. Ahora vuelvo, me muero de sed.
Cuando iba en dirección a la fuente, Beate gritó:
—¡Normal, si no paras de hablar!
Miré hacia abajo y reí para mis adentros. Caminé en dirección a la fuente que estaba detrás del orfanato. Tenía que rodearlo si quería lidiar con la sed. Canturreaba la melodía de mi canción, la misma que tarareé subiendo la montaña la noche pasada. Giré la esquina del orfanato y las paredes de piedra me impedían ver a todos mis compañeros en El Enorme Espacio.  En aquella parte el espacio no era tan grande; se reducía a un cuarto del otro, más o menos.
Cuando llegué a la fuente, la tierra estaba húmeda y había pequeños charcos, lo cual quería decir que había estado alguien antes que yo. Ignoré el agua del suelo y giré la ruedecilla que hacía caer el agua. Las yemas de mis dedos me escocieron cuando hice el esfuerzo de girarla. Retiré mi pelo hacia un lado y el Sol me dio de lleno en la nuca. Empecé a beber agua como si no hubiera mañana, porque realmente tenía miedo de deshidratarme. Por un momento, pensé que la visión me fallaba y que no era real, pero las cosas nunca son como uno las quiere, o, al menos, en mi vida. Al lado derecho de mi sombra había otra y, por su contorno, supe que no mantenía la mirada fija en mí, porque su cabeza estaba girada hacia la derecha. Puse la mano en la ruedecilla.
—¿Vas a beber o cierro? —pregunté.
Me giré con un movimiento de melena que me permitió agenciarme una pequeña ráfaga de aire. Cuando el brillo del Sol invadió mis ojos al completo y estos se acostumbraron a él, pude ver que la sobra que no quería mirarme pertenecía a Will.
—No te agaches de esa manera —dijo y me miró a los ojos—. Un poco más y se te ve hasta el alma.
—Gracias —respondí y me sacudí la falda.
Me quedé petrificada, peor que una estatua incluso, y un mísero “gracias” fue todo lo que mis cuerdas vocales, junto con mis labios, pudieron formular. Will se agachó delante de mí, giró la ruedecilla y un chorro de agua fría se introdujo entre sus carnosos y rosados labios. Cuando terminó, unas cuantas gotas de agua caían por su barbilla, las cuales se secó con la parte exterior de la mano. Dirigió su mirada desde el suelo hasta mis ojos.
—¿Te duele? —preguntó, y miró mi rodilla y mis manos.
—La rodilla no mucho —contesté en un susurro—, pero las manos me arden constantemente. 
—Vale.
Dimos paso a un silencio acompañado de miradas fijas, pero no podía mirar a alguien a los ojos más de cinco segundos seguidos, así que perdí el juego.
—Ven, sígueme —ordenó.
Anduve hasta las rejas del otro lado del orfanato, siempre detrás de él. Con una facilidad asombrosa se agarró a estas. Los músculos del brazo se pusieron tensos y yo me estremecí. Se impulsó hacia arriba escalando, hasta que consiguió estar al otro lado de la valla de hierro. Volvió a dirigirme la mirada.
—Si pudiste de noche y a oscuras, ahora no tendría que suponerte nada —dijo Will y yo observé las palmas de mis manos—. Es más fácil, lo prometo —bajó el tono de voz y se aclaró la garganta—. Si veo que no puedes, te ayudo.
—Vale —dije agarrándome a las rejas—, bien.
Era difícil ignorar el dolor que se concentraba en mis manos y no pude reprimir un gruñido.
—Vamos —susurró Will.
Conseguí tranquilizar mi respiración y comencé a escalar. Cuando pasé la pierna por encima de las rejas, vi como Will apartaba la mirada, lo cual me pareció muy adecuado de un caballero e impropio de un chico de dieciséis años. Sonreí. Me perdí en mis pensamiento y resbalé. Se me aceleró el corazón, pero no por la caída. Will agarraba fuerte mi cadera y sus manos se posaron firmes en mis piernas. Por el impulso que me regaló, pude seguir bajando por las rejas hasta llegar al suelo.
—Gracias —dije.
—No hay de qué.
Me dio la espalda y se introdujo en el bosque. Estaba siguiendo a un extraño, pero me transmitía tanta seguridad que me dejé llevar por sus pasos. Además, ya no me quedaba nada que perder.
Se paró junto a una cactácea y rompió una de las espinas cuidadosamente. Se sentó en la tierra.
—Siéntate enfrente de mí —ordenó.
Me senté enfrente de él.
—Pon las manos hacia arriba —dijo, y así hice.
Empezó a restregarme por las palmas de la mano un líquido viscoso que había dentro del tallo. Hacía demasiada fuerza y me lancé a sujetar su mano mientras soltaba un bufido.
—Perdona.
—No pasa nada —contesté.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Julia. Julia Johnson.
—Me gusta —dijo haciendo una mueca parecida a una sonrisa—. Will. Will Adams —se presentó.
—Genial.
—¿Por qué no dejaste que te viera?
—¿Para qué iba a hacerlo?
—Porque me estabas espiando y yo pedí verte. En parte, me lo debías.
—Yo no te espiaba —dije y él alzó las cejas—. Bueno, pero durante poco rato.  En seguida lo jodí. Soy una torpe.
Miré al suelo y pensé en lo ridícula que era.
—Si fueras una torpe no habrías conseguido salir del orfanato —dijo Will con seguridad—. Por cierto, ¿cómo?
—¿Cómo qué?
—Cómo conseguiste salir.
—Salí por una de las ventanas de recepción.
—¿Y por qué volviste? —preguntó—. Quiero decir que, si volviste al orfanato, no habrías salido para escaparte.
—No, no era mi objetivo.
—¿Y cuál era?
—Respirar.
Will mostró una de las sonrisas más amplias y sinceras que había presenciado en toda mi vida. Apretó los labios, afirmó con la cabeza y se levantó del suelo con ligereza. Me ofreció la mano y la acepté, ya que las mías estaban secas y el líquido viscoso había desaparecido. Su mano estaba caliente y consiguió ponerme nerviosa.
—Tienes que llevar cuidado con el bosque —dijo Will—. Yo lo llamo Crema Salvavidas. Ya verás, dentro de unas horas tendrás las manos mejor.
—¿Cómo la encontraste? —pregunté.
—Más despacio, Julia. Aún no confío mucho en ti. Ya te enterarás de todos mis secretos más adelante.
—Gracias otra vez —dije sonriendo.
—¿Qué? —preguntó desconcertado.
—Por la Crema Salvavidas.
Will rió cuando pronuncié “Crema Salvavidas”.
—Qué manía tienes con dar las gracias. Tienes que ser más egoísta.
—Tampoco soy tan niña buena como te piensas, pero hay que ser amable con la gente que no conoces.
—Nunca he pensado que seas una niña buena.
Reí negando con la cabeza. Will siguió subiendo la montaña y yo le acompañaba. Podía sentir la libertad y la misma sensación de la pasada noche.