sábado, 26 de julio de 2014

Capítulo 2.


Habían pasado aproximadamente dos días desde que supe cuándo comenzaría mi nueva vida. Perdí la noción del tiempo. No me importaba nada que no estuviera relacionado con Pablo Neruda y su poesía, aunque ni mi poeta preferido conseguía aclararme el bucle de preguntas que habían comenzado a vivir en mi mente. Siempre he creído que tus pensamientos son como una montaña: con el pico muy afilado y puntiagudo, tan punzante que no te atreves a enfrentarte al que habita en su cúspide.
En realidad, se me hacía cansada la idea de tener que actuar como la chica a la que no le importaba que su padre estuviera muerto, o como la niña pequeña de la que se han cansado y a la que trasladaban a un orfanato dentro de un misero día, o como la persona que ha pasado toda su vida superando obstáculos, pero ningún muro como el que estaba intentando saltar actualmente. Supongo que no me molestaba ser esa chica, porque tenía que admitir que yo era esa chica, pero odiaba darle vida a mi contrario para que los demás no sintieran que habían ganado. Era mi batalla, no la suya, y si podía haber un ganador solo podría ser yo.
Potsdam parecía otra ciudad, porque nunca había visto nada tan bonito en este país como el atardecer que invadía el cielo aquella tarde. Seguramente, no era tan espectacular, pero cualquier sentimiento bello me ayudaba a restaurarme, así que para mí era precioso, porque tenía que serlo. Alemania no me gustaba, pero esa tarde tenía que gustarme.
Llamaron a la puerta de mi habitación un segundo antes de que resbale por tu mejilla la primera lágrima. Estaba en deuda con la persona que había conseguido que mantuviera mis ojos secos y mi cuerpo rígido, como solía ser hace unos años, hasta que la cabeza de Bean asomó por la puerta. Era extraño que usara la cabeza en vez del culo. ¿Iba a eructarme esta vez?
—Hola, Julia… ¿Puedo pasar? —preguntó dudoso.
En primer lugar, pensé que no se merecía meter su tridimensional cuerpo en mi habitación, pero luego recordé que no era mi habitación y que mañana dejaría esta casa, así que no me opuse y dejé que se sentara en los pies de mi cama.
—Creo que te voy a echar de menos —comentó mirando al suelo—. A ver, sé que nos odiamos, pero ya no sé de quién me voy a reír ahora.
—Es muy amable por tu parte —espeté y, por primera vez, se dignó a mirarme.
Tenía los ojos casi negros, pero aún se podía divisar algo de azul en ese mar invadido por el petróleo. Pude ver la esperanza en su mirada.
—Nunca he sabido pedir disculpas, Julia, pero lo estoy intentando —susurró, y parecía que le estuvieran cortando las cuerdas vocales—. Siento haberte hecho tantas cosas malas, no lo merecías…
 No fui capaz de formular palabra. Estaba estupefacta, impresionada y cabreada al mismo tiempo. También era demasiado tarde para él, igual que lo era para Marcus y para Flora, incluso para mí. Nada podía borrar el pasado, y nada podía devolverme los mechones de pelo que me cortó mientras dormía.
—No quiero que te disculpes, quiero que te marches. ¿Crees que ya te has divertido lo suficiente conmigo y decides que, antes de que me tiréis de esta casa, deberías pedirme perdón por todo lo que me has hecho durando mi estancia aquí? ¿Estás seguro de que, con lo egoísta que eres, no te estás perdonando a ti mismo en vez disculparte conmigo? —pregunté rabiosa—. Vete, por favor.
En ese mismo instante me di cuenta de que Bean tenía ocho años y, por su extraña expresión facial, aseguré que no sabía el significado de palabras como “estancia” o “egoísta”, pero no me molesté en explicarlas para que le hiciera más daño. Estaba demasiado cansada, y eso alargaría la conversación y mis ganas de morir.
—Creo que nunca es demasiado tarde para pedirte disculpas a ti, Julia —aclaró Bean—. Quiero decir… a ver… vale, ya, tengo un ejemplo: creo que si pudiste perdonar al chico que se llevó a tu padre al cielo, también podrás perdonarme a mí.
Antes de que acabara la última oración, se me había pasado por la cabeza la idea de estrangularle. ¿Por qué creía que podía mencionar a mi padre? No podía, no lo merecía, no él.
Pensé en lo que querría mi padre. Él era un hombre de ideas claras, que llevaba la palabra “razonamiento” tatuada en la frente. Intenté razonar, porque era lo que más le habría gustado. Si analizamos la situación desde un punto de vista objetivo, podemos ver a un niño de ocho años suplicando ser perdonado por una chica de quince a la que le sale la rabia por las orejas, pero cuando pienso en esa chica no puedo ver la maldad en sus ojos, solo puedo descifrar un poco de brillo en ese mar color miel de su mirada, solo veo el sufrimiento de muchos años atrás y las ganas de ser libre. Sé que he salido a mi padre (nunca supe como era mi madre) y quería demostrarlo. Bean tenía, y a duras penas, ocho años. No me quedaba ni una pizca de rencor en el cuerpo cuando conseguía ver el azul que aún guardaba dentro.
—Está bien —dije mirándolo a los ojos—, te perdono. ¿Tregua?
Como de costumbre, Bean no sabía lo que significaba “tregua”. Entendí que contestó afirmando, ya que sentía que me ahogaba a causa del abrazo (dudaba si era de humano o de oso pardo) que Bean me estaba dando. No recordaba la última vez que le había tocado, ni siquiera estaba segura de si, alguna vez, le había rozado. Su cuerpo era blando y grande. Me invadió la misma sensación que cuando posas tu cabeza sobre la almohada a las dos de la madrugada: paz rasgándote la tráquea. Hacía tiempo que no me daban un buen abrazo.
—Ahora, si no te importa, me gustaría estar sola. Tengo que hacer la maleta —dije lo más tranquila que pude.
—Sí, ya me voy. ¡Gracias por perdonarme! —exclamó y salió por la puerta.
Solo lo había visto con esa felicidad extrema una vez en la vida, aparte de esta, y fue cuando la sirvienta que tenía Flora en casa le hizo para comer su plato favorito: albóndigas en salsa.
Tuve que obligar a mis brazos a sacar la maleta de debajo de la cama. Empecé a meter los primeros zapatos, después los pantalones (tanto largos como cortos) y, por último, cualquier prenda y/o accesorio que se llevara de cintura para arriba. Ahora venía la parte más difícil: encerrar a tus recuerdos. Abrí el tercer cajón de mi mesita de noche, donde guardaba una caja rectangular y de color azul oscuro del tamaño de un libro. Allí dentro guardaba mi pasado, lo estaba observando en presente y, en una libreta de The Powerpuff Girls estaba escrito un futuro que no se iba a llevar a cabo. Es difícil enfrentarte a lo que has vivido, pero aún se complica más cuando se trata de lo que no vas a vivir y quieres vivir. Al fin y al cabo, la vida tiene la culpa de todo.
Dentro de la caja había entradas de cine, tickets de compra de libros, fotografías de hace más de dos años y miles de lágrimas que querían huir. Viendo todos esos recuerdos, llegué a una fotografía hecha hace ocho años y revelada hacía uno y medio. La giré y por detrás ponía “Día de pesca en el que no se pescó nada” en tinta negra y con letras casi indescriptibles. Suponía que estaba temblando cuando lo escribí, pero no quise recordarlo para comprobar si estaba en lo cierto. En ella salía mi padre con un cubo de agua puesto sobre su cabeza, el cual era demasiado pequeño para esta, pero le quedaba gracioso. Me estaba cogiendo en brazos en la orilla del mar, y podía sentir como las olas me rozaban los dedos de los pies. Tendría unos cinco años cuando fue sacada. Yo reía, el reía, y la persona que hizo la fotografía reía, porque estaba un poco borrosa y se podía detectar movimiento en la cámara que la hizo. Mis afilados colmillos nunca se habían visto tan amplios como en aquella imagen.
«Cabrón». Supe que lo que Bean me había dicho no era cierto: nunca podré perdonar a la persona que se llevó a mi padre.
No presencié su muerte, pero cuando supe de ella sentí como si el aire que respiraba me estuviera matando, como si estuviera infectado de dolor y sufrimiento. Por lo que me contó mi vecina, había tenido un accidente. Me dijo que iba por el centro de Londres, de camino al trabajo, en nuestra moto de siempre (la cual fue vendida a un tipo con tatuajes en los párpados), cuando un chico llamado Alexander West, del cual jamás me olvidaré, volvía en su coche de una noche “larga y entretenida” llena de alcohol y drogas. Fue mi padre la víctima de su desenfreno cuando su coche dejó hecha trizas nuestra moto, que ya no era nuestra, y arrasó con cualquier signo de alegría que pudiera mostrar mi padre el resto de su vida. Eso suponía que también arrasó con todo mi ser, porque mi padre era la única razón por la que me gustaba respirar. Ahora respiraba, pero también me daba igual no hacerlo.
»Según el diagnóstico de la muerte, no pasó un infierno, ya que el golpe le afectó de lleno al bulbo raquídeo (vía de entrada de las fibras sensitivas al encéfalo y de salida de las fibras motoras hacia la médula), el cual controla funciones vitales como la respiración, el latido cardiaco, la deglución, la dilatación y contracción de los vasos sanguíneos y muchos reflejos de protección (la tos, el vómito o el hipo); su lesión causa la muerte inmediata. Y eso fue lo que le sucedió a mi padre: se lesionó una parte del cuerpo que controla la mayoría de funciones de las demás, y eso acabó con él. Nunca he sabido cómo algo tan insignificante y pequeño puede acabar con la vida de una persona, pero empecé a entenderlo no hace mucho tiempo. De las cosas pequeñas surgen cosas grandes y, si estas no se controlan, podemos generar una catástrofe.
»Todo lo que recordaba de ese día permanecía difuminado en mi mente, porque así su pérdida no se me hacía tan difícil. Nunca había pensado en el hombre que le pasó por encima; ni bien, ni mal. No quería pensar, solo quería estar sola, llorar e insultar a ese drogadicto que acabó con más de una historia y que, no muy tarde, acabaría con su propia historia. Las personas como yo y como él se forman a base de historias, pero nunca conseguirán marcar la historia.
»Siempre he sabido que las muertes no son de los que pierden la vida, sino de los que presencian esa pérdida. No creo que la vida sea un gran regalo. Tampoco sé si se puede considerar un regalo. Vivir no significa respirar, vivir significa ser como quieres ser. Poca gente vive hoy en día. Y yo no voy a ser más que ellos, porque realmente no lo soy.
Las gotas de agua comenzaron a chocar contra mi ventana. Al principio, la lluvia era suave y bastante esporádica, pero a los cinco minutos comenzó a ser torrencial y arisca. No parecía mostrar intención de parar. Su constancia me abrumaba. Cuando era pequeña, mi padre me contó que las tormentas eran el mejor sinónimo que se le podía ofrecer a la palabra “enamorarse”.
«Primero, cuando todo empieza, es lento, circunstancial y brilla por su belleza, pero después todo se llena de nubes negras que se revelan como si de una guerra se tratase. Pasas de las orejas color cereza a los ojos en sangre viva.», pero yo nunca pude afirmar esta comparación, porque nunca me había enamorado y, como consecuencia, tampoco sabía si quería hacerlo.
Encontré el suficiente valor para cerrar la cremallera de la maleta. Eran ya las nueve y media, lo que suponía la hora de la cena, pero me encontraba demasiado cansada y tan poco hambrienta que decidí quedarme durmiendo en mi habitación, la cual mañana dejaría de ser mi habitación. Mentira, nunca fue mi habitación. Mi habitación seguía en el primer piso de una casa pequeña y discreta que se encontraba a las afueras de Londres.
Mañana subiría en un coche con mi supuesto tío Marcus, Colin El Desgraciado y una persona al volante que, seguramente, necesite ese dinero para vivir. Mañana era el día que tanto había esperado Flora. Mañana tendré que despedirme de Bean y obligarme a pensar que no echaré de menos sus abrazos sinceros. Mañana podré recordar a mi padre sin el miedo de que alguien me lo reproche. Mañana recorrería cientos de kilómetros hacia mi triste destino. Quizá no iba a ser tan triste y, tal vez, volvería a recordar lo que significaba sentirse libre.

lunes, 21 de julio de 2014

Capítulo 1.


Trece días después de mi decimoquinto cumpleaños y setecientos cincuenta y cuatro desde la muerte de mi padre, la mujer de mi tío Marcus, a la cual yo no consideraba de mi familia (si es que, por algún casual, aún me quedaba familia), llegó a la conclusión de que el “acción, reacción” funcionaría con Marcus, e incluso conmigo. He de decir a su favor que, como era de esperar, no era especialmente fácil controlarme, y menos si me tenía que controlar una persona a la que deseaba que le picaran tropecientas mil avispas en el glúteo izquierdo. Pero, como lo único que no he perdido todavía es la autoestima, reconozco que se merecía cada picotazo solamente por ser capaz de manipular a mi tío.

A veces me preguntaba cómo no podía tener suficiente con su hijo, Bean, al cual cebaba como si fuera un cerdo de la antigua granja de mis padres. Flora también decidió que la única manera de ganarse el cariño de su hijo era proporcionándole comida. Se levantaba y comía, iba a la escuela y se llevaba tres almuerzos distintos, llegaba a casa y volvía a comer, jugaba a un videojuego mientras comía y, después de cenar, remataba el día ingiriendo un par de dulces. Estaba casi segura de que en sus sueños solo se imaginaba a él comiendo, principalmente, para mantener la rutina del comer. Me cuestionaba la mayoría del tiempo que pasaba con Bean la misma pregunta: «¿Cómo puede soportar tanto un estómago de apenas ocho años? ¿Y esas rodillas hasta cuándo seguirán actuando como rodillas?». Nunca me había esforzado en detener a Flora o en ayudar a Bean, porque también quería que a él le picaran tropecientas mil avispas, pero en el glúteo derecho.

Cuando me imaginé vomitando por el mareo que suponía dar ochocientas vueltas horizontales en la cama, oí discutir a Marcus y a Flora. O, mejor dicho, escuché discutir a Flora, porque Marcus es su marioneta preferida y, como buen juguete, no habla al menos que ella se lo permita. Decidí dejarlo pasar, porque no me importaba que se le acelerara el corazón y tampoco tenía intriga por saber el porqué de su discusión, pero volvieron a llamar mi atención cuando ella susurró mi nombre. Debí enfurecerme, porque, al medio minuto, me hallaba escondida tras una puerta, escuchando e intentando adivinar los movimientos que hacía según hablaba. 

—No puede quedarse aquí, Marcus. Solo causa problemas, ya lo has visto. No me deja vivir, y el pobre Bean está asustado. ¡Joder, Marcus, tu hijo teme a tu sobrina! —exclamó, y después soltó un bufido más parecido al de un perro que al de una persona humana—. Tiene que marcharse, es lo mejor para todos.

Cuando aún me quedaba un poco de esperanza en que Marcus no cediera al “acción, reacción”, dijo:

—¡Esto es de locos! —gritó en un tono inaudible, muy propio de él. Me incliné lo suficiente hacia la derecha para poder ver la situación. Se acarició el pelo con la mano izquierda y apoyó la espalda en el sillón en el que estaba sentado—. Está bien, cielo. Mañana hablaré con mi abogado y pronto dejará esta casa, ¿de acuerdo? No permitiré que nadie rompa mi matrimonio y, muchísimo menos, que mi hijo viva en una pesadilla.

Casi por instinto, mis piernas me condujeron de nuevo a mi cama. Me mordí el labio lo más fuerte que pude, hasta que empezó a sangrar. No iba a llorar, aunque tampoco podía. Estaba claro que este no era mi sitio, pero, sinceramente, ¿cuál era mi sitio? No lo iban a encontrar, estaba segura al noventa y nueve por cien. (Quería reservarme el cien por cien).

No dormí, solo mantuve los ojos cerrados, pero aún así soñé que el mundo era mejor y conseguí tranquilizarme. Cuando decidí levantar los párpados a las diez y media de la mañana, divisé como Bean abría la puerta de mi cuarto, asomaba el culo y conseguía que mi habitación fuera invadida por un olor tan desagradable y asqueroso como él. Ahora entendéis lo de las avispas y los tropecientos mil picotazos, ¿verdad?

Era sábado, así que ni me molesté en vestirme aquella mañana. Sentía que mis huesos iban a romperse en cualquier momento. Parecía imposible caminar, pero obligué a todos mis músculos a realizar su función motora. Entré en el cuarto de baño, me lavé la cara y, después, me mojé el cuello por todo su alrededor para calmarme y actuar como si me acabara de levantar y no tuviera el corazón bombeándome la sangre más rápido que un leopardo intentando cazar a su gacela. Así me sentía yo, como la gacela, y el leopardo era Flora. La única diferencia es que ella no tenía colmillos. Lo que tenía era un buen par de tetas que a mi tío le encantaban.

—¡Buenos días, July! —dijo cuando pasó por la puerta del cuarto de baño. Supe que era Flora por la aguda voz llena de gallos, y porque vi reflejada su falsa melena rubia en el espejo cuando estaba caminando. No se molestó en mirarme.

Moví la pierna hacia atrás y cerré la puerta del baño con ayuda del pie. Levanté la cabeza y descubrí que mis ojeras podrían pasar por moratones. Entonces se me ocurrió la idea de decirle al supuesto abogado de Marcus que me pegaban, pero en seguida la retiré a PCIPNU (Parte Cerebral con Ideas Perversas que Nunca Utilizaré), ya que 1) No quería rebajarme a ser tan ruin como Flora, y 2) Me quería ir de esta casa, lo único que me daba miedo era el sitio al que me mandarían. A lo mejor me daban en adopción o, tal vez, aunque no lo quiera así, retrocedan unos centímetros y Marcus tenga agallas para decir que, ya que era su sobrina, me tenía que querer y tenía que cuidar de la única hija de su único hermano.

Me equivoqué en este último, como de costumbre. No debería sacar tantas hipótesis de cada situación que me planteaban.

A las once y cuarto llamaron a la puerta. Me presenté voluntaria para ir a ver quién era, ya que eso suponía estar, aproximadamente, un minuto y medio sin ver comer a Bean.

Giré el pomo de la puerta. Detrás de ella esperaba ansioso un hombre de unos treinta y cinco años. Era alto y delgado, pero fuerte. Tenía los ojos verdes y, en una de sus manos, sujetaba con cuidado un maletín marrón, al parecer, de cuero. Era atractivo, pero abogado. Tenía que poseer un error fatal y trágico. No todo iba a ser labios bonitos y pestañas alargadas.

—Hola, pequeñaja, ¿está Marcus? —preguntó con un tono alegre. Puse una expresión desagradable (creo que parecía que me hubiera tragado un limón) al procesar ese “pequeñaja”, pero en cuanto me di cuenta arreglé la situación con una sonrisa. No había que olvidar que era guapo.

—Sí, está en el salón. Yo soy su sobrina. —contesté. Añadir información de mi existencia no significaba nada.

Andaba por el pasillo, detrás de mí. Intentaba llevarle hasta el salón lo más despacio posible, pero me lo puso fácil, porque se paró a observar cada cuadro que estaba colgado en las paredes, todos ellos pintados por Flora. Eran penosos.

—¡Ah, tú eres la rebelde a la que tengo que meter en un orfanato! —exclamó, y parecía que la felicidad se le salía por las orejas, mientras que a mí me ardían las mejillas—. Pareces humilde, pero se ve que, por lo que dicen aquí, eres todo un demonio. Me costará buscarte un buen sitio, niña.

Sin lugar a dudas, era el chico guapo más insensible y despreciable que había conocido. Quería destrozarle el tabique nasal, pero me limité a levantar la ceja izquierda, fruncir los labios, mirar al suelo y dedicarme unas cuantas palabras tranquilas y varios insultos no especialmente agradables que iban dirigidos hacia él, así que acabé relajándome.

Insistí para estar presente en la reunión que iban a tener el chico guapo e insensible, que no tenía nombre, y mi tío. A pesar de que Flora también insistió, incluso más que yo, en decir que no era de mi incumbencia aquella conversación (si ella pensaba que no debía saber a qué orfanato me iban a mandar, si por alguna razón el chico sin nombre no había mentido, me daba igual), Marcus se opuso y dijo que tenía derecho y que lo hacía por mi padre, pero yo pensé que iba atrasado en eso de ser una persona justa y de tener un par de pelotas. Nunca iba a conseguir honrar a mi padre lo suficiente como para tener la conciencia tranquila e impoluta.

—¿No crees que llegas un poco tarde? —susurré para que solo pudiera oírme Marcus, que me miró como si le hubiera dicho que he visto un unicornio verde—. Ya sabes, en lo de plantarle cara a las víboras. Ser valiente cuando ya has superado el límite de cobardía no es glorioso, Marcus.

Se limitó a mirarme por encima del hombro y, por su expresión, no tardé en darme cuenta de que quería ahogarme con el cable del teléfono. Decidí que ya le había propinado un buen golpe y me senté en el sofá de la sala de estar, que era donde se iba a decidir mi futuro.

Mientras esperaba, me preguntaba cómo sería vivir en un orfanato. En las películas son terribles, pero espero que hayan aumentado sus conocimientos en tecnología y que el techo no se me caiga encima mientras duerma. No quería que fuera un hotel de cinco estrellas, solo deseaba que a mí me pareciera lo suficientemente habitable para mantenerme con vida mientras estuviera dentro.

Es posible que me asustara la idea de comenzar una nueva vida separada de la única familia que conocía y la única que me quedaba. Es tan posible que incluso me aterraba, pero me quité esa idea de la cabeza porque no quería llorar delante de ellos, y porque pretendía que me diera igual. No quería conocer gente nueva, no era buena en ese tipo de cosas. Pensándolo bien, no tenía que conocer a nadie, podía mantenerme al margen e intentar hacer las cosas que me gustaban, si es que allí me dejaban hacerlas y no me distraía un niño de ocho años que no cierra la boca cuando come, y que come mucho.

Todos mis músculos se tensaron cuando entró mi tío con su abogado guapo y despreciable por la puerta. Marcus se sentó a mi lado, en el sofá, y aquel chico en el sillón que teníamos enfrente. Nos separaba una mesa de cristal con un jarrón lleno de flores de plástico. Odiaba las flores de plástico.

—Bueno, creo que va siendo hora de ponerte al día, July —dijo Marcus, girándose hacia mí con las manos entrelazadas. Parecía que ya no quería matarme.

Me contó que, como consecuencia de mi mala conducta y de la mala suerte, él y su esposa habían decidido que lo mejor para su familia (no me incluyó en ella) era que yo abandonara la casa, pero que no me tenía que preocupar, porque iba a pagarme una residencia de la que solo se podía salir con compañía de un adulto o de un monitor. Mintió. No era una residencia, era un triste y dictador orfanato, pero os ahorraré los detalles para evitar que sintáis más pena por los que ya viven allí. También evitaré mencionar lo mal que habían educado a Colin (el abogado ya tenía nombre, porque mi tío también dijo que él estaba aquí para asegurarse de mi tranquilidad y su nombre salió a la luz) y lo mal que se explicaba para ser un abogado. No estaba tranquila, pero fingí estarlo para que Colin cerrara la boca.

Cuando creía que estaba a punto de acabar desplomada en el suelo, Colin finalizó la reunión.

—Por mi parte está todo zanjado, chicos. Llamaré esta misma tarde para concretar la fecha de su traslado —me señaló—. Tengo un juicio a la una y no quiero llegar tarde —se levantó y cerró su maletín, que sí era de cuero.

«Rezaré por la persona inocente a la que defiendas».

—Te veré pronto —afirmó, se levantó y le tendió la mano a mi tío, después la agitó y ambos asintieron con la cabeza—. Un placer conocerte, Julia —sonrió por última vez y salió por la puerta.
«Ojalá pudiera decir lo mismo. Mentira, no quiero decir lo mismo».